Madres y padres rechazan la narrativa del gabinete de seguridad sobre la desaparición de los 43

                                                                                                Foto: Tlachinollan

 

Frente al campo militar número uno, las madres y los padres de los 43 estudiantes desaparecidos, junto a sus representantes legales, dieron una conferencia de prensa para exigir la información que el ejército mexicano ha ocultado y para que las autoridades bajen de su página oficial y redes sociales el informe presentado por el gabinete de seguridad. Hay un estancamiento en las investigaciones. A todas las luces los militares acumularon datos probatorios. Fue el ejército.

El presidente de la Covaj, Alejandro Encinas, ayudó que el ejército mexicano sí tiene documentos con información imprescindible sobre el desfile de los jóvenes. En esta tesitura, las madres y padres van a continuar exigiendo al ejército que entregue los archivos y ponerlos a disposición de las autoridades que investigan el caso Ayotzinapa.

Las madres y padres rechazaron la narrativa presentada por el gabinete de seguridad porque otra vez están “criminalizando a los estudiantes diciendo que estaban coludidos con el crimen organizado. También hacen una reducción de hechos en Iguala, donde no nombran al ejército mexicano. Nos lastima a los padres porque no dicen la verdad. Están utilizando pantallazos de teléfonos, hay bastantes informes del GIEI donde han desmentido todo esto, y otra vez parten de los mismos testigos que fueron torturados y que en su momento fueron liberados. Cómo es posible que nos entreguen o que suban en las redes sociales una información que ya fue desmentida en su momento. Exigimos que bajen de las redes esa información para que no estén metiendo dudas”, reclamó el padre de familia Mario César González.

A cerca de la información que oculta el ejército mexicano, Vidulfo Rosales, abogado de las madres y padres, señaló: “no sabemos qué contiene la información que está en los archivos militares, pero estamos seguros de que está relacionado con el paradero de los jóvenes por dos situaciones: 1) si había un agente encubierto y es uno de los 43 desaparecidos, evidentemente hubo reportes que este agente militar hizo a sus superiores desde que salió hasta el momento de su desaparición; 2) el propio Alejandro Encinas dijo -yo encontré la foja transcrita en la sección segunda de inteligencia militar, es una transcripción de una intervención telefónica que habla de que están trasladando a 17 estudiantes de barandillas a Loma de Coyotes. Exigimos la entrega de esa comunicación que está relacionada directamente con el paradero de por lo menos 17 estudiantes. Saber qué militar hizo la intervención telefónica y cuáles fueron los teléfonos objetos de la intervención”.

Por otro lado, en el informe de la Covaj presentado el miércoles 27 de septiembre, hay dos elementos que las madres y padres destacan que “por primera vez se señala la responsabilidad del expresidente Enrique Peña Nieto y más funcionarios de alto nivel. Pedimos a las autoridades correspondientes hacer su trabajo para que nosotros podamos alcanzar la verdad y la justicia porque no vamos a dar un paso atrás, sin embargo, para llegar a la verdad es necesaria que nuestra petición sea pronta y efectiva. El ejército mexicano tiene información que debe entregar”, denunció con firmeza don Emiliano Navarrete, padre de José Ángel Navarrete González, estudiante desaparecido.

Las familias esperan que la palabra de Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración, “sí tenga efecto para que esa documentación sea entregada y que el presidente Andrés Manuel López Obrador no sea el obstáculo principal, no debe de aprovecharse por ser el presidente y defender lo indefendible porque el ejército mexicano tiene negros antecedentes. El Estado nos arrebató a nuestros hijos hace 9 años, es un daño que jamás podrá pagarlo y hasta ahora sólo han administrado la investigación”, mencionó don Emiliano Navarrete.

Vidulfo Rosales dijo que la junta de autoridades que se señala en el informe de la Covaj debe ser investigada porque participaron autoridades del más alto nivel como el expresidente Enrique Peña Nieto. “Estamos pidiendo que se abra una investigación penal exhaustiva, que se procese y se sancione a las personas que aparecen en la junta de autoridades, incluido el entonces presidente. No pudo haber actuado Murillo Karam y Tomás Zerón de Lucio por su cuenta, máxime si en el informe que rindió Alejandro Encinas ayer ha quedado acreditado que hubo una junta de autoridades donde se decidió crear la verdad histórica».

Las madres y padres agradecieron a las organizaciones, estudiantes y medios el apoyo durante su jornada de lucha. Al finalizar la conferencia de prensa, las madres y los padres también levantaron el plantón, pero dejaron claro que van a continuar las exigencias y, en caso de no tener respuestas positivas, mantienen abierta la posibilidad de regresar a plantarse hasta que haya verdad y justicia. . En los últimos minutos los familiares, estudiantes y las organizaciones que dan acompañamiento entonaron el himno venceremos. Las madres y padres levantaron no sólo el puño izquierdo, sino también su esperanza de encontrar a sus hijos aunque les cueste la vida.

 

 

El contexto de las desapariciones forzadas en México

                                                                                      Foto: Obturador MX

 

Carlos M. Beristain

El psicólogo Carlos Beristain, integrante del Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI), comparte estas palabras que dio durante una evento en Oaxaca.

Oaxaca, México, en el día de las víctimas de desaparición forzada 2023. 

En 2010, recibí una propuesta de una organización internacional para participar en varios encuentros sobre desaparición forzada en México. Era el tiempo del Movimiento por la Paz que había convertido miles y miles de vidas arrancadas, que aparecían en la crónica de sucesos o se vivían en silencio en sus hogares, por fin eran un problema colectivo.

Esos primeros encuentros tenían la dimensión de la perplejidad: ¿qué está pasando en México? Y aunque en el pasado habían sucedido muchas cosas en el país desde los tiempos de la llamada guerra sucia de los 70, el levantamiento zapatista en Chiapas, la masacre de Acteal, o de Aguas Blancas y los desaparecidos de Atoyac en Guerrero, el horror tenía ahora unas proporciones de epidemia.

Los primeros encuentros fueron separados, entre los que tomaban los testimonios y quienes los daban. Las organizaciones de derechos humanos y las víctimas y familiares de dolores frescos, de desapariciones de hacía un año o una semanas o seis días. Para quienes veníamos de acompañar a las madres de desaparecidos en Guatemala, en Colombia o El Salvador, que durante más de dos décadas seguían en la lucha por la búsqueda de los desaparecidos, ver esos dolores frescos e hirientes, los corazones lacerados y con urgencia, era ver algo que no habíamos tocado antes y a la vez temer que conocíamos lo que iba a venir en el futuro.

Muchas organizaciones de derechos humanos no entraban a trabajar en esos casos, porque en el tiempo de la llamada guerra contra el narcotráfico inaugurada por Calderón en 2008, la desconfianza frente a los hechos y las víctimas estaba teñida de este estigma. Quienes son, por qué, quien los desapareció. 

El estigma es una marca moral negativa, que ya se venía utilizando desde el inicio en 2000 en ciudad Juárez en esa guerra del feminicidio. La ciudad más violenta del mundo en esa época y El Paso, al otro lado del puente internacional, la ciudad más segura de Estados Unidos.

Una especie de división del trabajo de matar, que se hacía ahí abajo. La frontera de 3.252 km de México con Estados Unidos, ayuda a entender el contexto de las desapariciones también. Las drogas ilegales cruzan hacia el gran mercado del norte, y las armas lo hacen hacia el sur. El narcotráfico es parte de un sistema y la llamada guerra contra el narcotráfico es un desastre fracasado que, en lugar de perseguir al dinero se ha hecho persiguiendo a la gente. 

Otra parte de ese contexto es la colusión de parte del aparato del Estado, con el propio narcotráfico, en el ocultamiento del mismo, en la construcción de una verdad que trata de encerrar los casos en la propia delincuencia organizada y la gigantesca sopa de letras de sobrenombres que puebla los miles y miles de expedientes. 

En esos años, las familias víctimas de desapariciones forzadas estaban muy, pero muy, pero muy solas. Un aislamiento no solo social sino también emocional. Algunos de esos encuentros y talleres eran espacios para darse un abrazo, para llorar y hablar en un lugar seguro, para expresar y trabajar los miedos, para ver cómo acompañarnos para denunciar y, poco a poco, para empezar a buscar. 

La soledad se hace más pequeña cuando se comparte. La solidaridad crece al juntarse con la confianza. La voz de las familias empezó entonces a estar presente, pero escuchar significa ponerse los zapatos o en la piel del otro, y aunque eso no se dio, se hizo presente con el ruido, con sus denuncias y con sus propuestas. 

Las calles de México empezaron a llenarse de caminatas y manifestaciones, en las que decenas y decenas de miles de personas y no sólo casos, se empezaban a convertir en un problema social y la imagen de México en el escenario internacional empezaba a tener en cuenta no solo su diplomacia o el pago de los créditos y el equilibrio fiscal, sino las miles y miles de manchas de sangre.  Sin que la desaparición de personas sea un problema de toda la sociedad y el Estado, no se podrá enfrentar esa tragedia solo por las familias y sus comunidades.

En esos mismos talleres de atención psicosocial de los que he hablado al principio comenzamos a tratar de tener una respuesta juntos a esa pregunta por las desapariciones, en un país que no era la Argentina de los 70 ni la Guatemala de los 80 en la Colombia de los 90, donde las nuevas desapariciones en México no eran iguales a las de la época de la guerra sucia ni a la Plaza de Tlatelolco en 1968. En el caso de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, se empezaron a juntar dos cosas que hasta entonces habían estado separadas, la desaparición “política” y la que entonces llamamos “social” y que no terminábamos de comprender, se unían sin embargo en dos puntos que las hacen posible. La colusión de autoridades del Estado y la impunidad de los casos. Los mismos mecanismos de impunidad se han dado en todos ellos, uniendo en eso cosas que parecían tan separadas. 

Las desapariciones parecían ser llevadas solo a cabo por delincuencia organizada por grupos ligados al narcotráfico, pero el caso, Ayotzinapa rompió esa división. Los actores eran directamente policías municipales, es decir, agentes de autoridad del Estado. El contexto que empezó a mostrar este patrón de desapariciones fue revelando la implicación de otros agentes e instituciones, de miembros de la policía estatal, ministerial, federal, del ejército. Los intentos de mostrar en Ayotzinapa una representación de mínimos, se enfrentaron a una realidad de máximos, donde la red criminal llegaba a todas las instituciones de seguridad y gobierno en la zona, actuando de la mano de Guerreros Unidos.

La colusión de autoridades municipales y policiales era no solo conocida por los habitantes de Guerrero, estaba incluso analizada en documentos de la Secretaría de Defensa Nacional a los que tuvimos acceso. La verdad a veces es una ráfaga de la historia, en otras, se viste de la contundencia de las pruebas.

A pesar de ello, la respuesta del gobierno y las instituciones de 2015-2016 fue negar los hechos. La negación tiene un tipo particular de racionalidad, siempre oculta algo. Pero una parte del delito de desaparición, que es la detención y sustracción de las personas, incluye el ocultamiento de su destino o paradero, con el viejo dicho de que “sin cuerpo no hay delito”.

La desaparición forzada es ante todo una estrategia de terror, pero también la forma de ocultar los hechos y las responsabilidades. La falta de investigación, el ocultamiento de los hechos o sus pruebas, la construcción de una versión distorsionada para encubrir lo sucedido o las responsabilidades, han sido frecuentes no solo en este y en otros muchos casos.

 En Ayotzinapa se llamó a eso “verdad histórica” y en lugar de poner toda la energía y medios en conocer lo sucedido y el destino de los jóvenes desaparecidos, se usó todo el músculo del Estado en construir una versión que limitarse la responsabilidad y ocultarse informaciones clave utilizando además el pegamento de la tortura como herramienta de la mentira  

Muchos otros casos de desaparecidos en México han sufrido parte de esos mecanismos. En Tamaulipas, los migrantes desaparecidos y asesinados en 2011, se ocultaron porque se trataba de migrantes, que ni siquiera son ciudadanos de segunda categoría, además porque era Semana Santa y no se podía afectar el turismo, y porque eran evidentes las complicidades de agentes del Estado.

Al desviar la investigación, la verdad se aleja y el ocultamiento se convierte en parte del delito de desaparición forzada.  La desaparición ha sido, es, parte de una tecnología del exterminio. Conocimos figuras del horror, nombres como el “cocinero”, tambos llenos de ácido para disolver cuerpos, fosas clandestinas, fosas comunes, lugares de quema de cuerpos. La sofisticación del terror es proporcional al nivel de deshumanización.

Las maneras en cómo definimos los delitos o las violaciones son también importantes. Cuando llegamos al país para el caso de los 43, el fiscal del caso quitó importancia a eso. El delito estaba señalado como de secuestro agravado y cuando dijimos que se trataba de una desaparición forzada, respondió que no nos preocupáramos, porque el secuestro agravado tenía una pena mayor. Pero a costa de un pequeño detalle: invisibilizar la participación de agentes del Estado, su responsabilidad e imprescriptibilidad.

Tampoco se trata de levantones, ni de otras maneras en cómo se minimiza la realidad. Los familiares han tenido que enfrentar durante años la falta de prioridad y la desidia de esas investigaciones en las que el paso del tiempo hace que la vida de la persona desaparecida se pierda de la niebla de silencio. Para los que ya no están, los familiares inventaron un nuevo derecho que viene del amor por sus seres queridos: el derecho a ser buscado. 

Desde hace años las víctimas y organizaciones de derechos humanos lucharon por la existencia de una ley que llamara a las cosas por su nombre y fuera el soporte legal de las investigaciones que necesitan nuevos instrumentos y acciones para aclarar y esclarecer no solo los hechos, sino su ocultamiento.

La actuación urgente es importante y ahora reconocida por la ley, pero la desidia y la falta de investigación efectiva es una nueva herida para los familiares.  Otros problemas de la investigación son la fragmentación del expediente en distintos niveles o fiscales, el uso restringido de la información disponible, o la actuación sucesiva de funcionarios que cambian a cada rato. Cuando hablamos de delitos cuya investigación necesita tener toda la información disponible para analizar no solo las responsabilidades individuales, sino patrones de actuación y contextos que ayuden a identificar el modus operandi o redes, criminales, esas cuestiones son determinantes. En el caso de los 43, muchos detenidos lo estaban el primer año, pero todavía hoy otros en la actualidad, por porte de armas o delincuencia organizada, no por desaparición forzada. 

Los familiares, especialmente las mujeres se han convertido muchos países en las mejores investigadoras. Buscan pruebas, entran en lugares peligrosos, recogen datos o testimonios, superan muchas veces la parálisis o desidia institucional, con un valor y compromiso que debe ser reconocido. Unas heroínas de la vida. En México, como en ningún otro país, han sido también las que han impulsado las búsquedas de campo con papeles, notas, picos y palas, el descubrimiento de fosas, exponiendo su vida de una forma dramática, donde tenían que estar la fiscalía o las instituciones del Estado.

Fruto de esa lucha en México, existen ahora instituciones encargadas como la Comisión de Búsqueda de personas desaparecidas, en muchos estados y en el ámbito nacional, que han enfrentado enormes dificultades y distintas formas de parálisis. A pesar de los avances en esa institucionalidad, la falta de coordinación y de colaboración institucional es parte de los obstáculos que siguen dificultando los procesos de búsqueda y la prevención. La burocracia y el excesivo formalismo forman parte de la cultura jurídica de México, y son una muestra del desinterés de un sistema por investigaciones complejas y necesitadas de urgencia y estrategia de investigación.

Las familias han llenado las calles de México de sus reclamos. Las víctimas, los familiares no son objeto de consuelo, sino sujetos de su propia lucha por la verdad y la búsqueda del paradero y destino de sus familiares, así como la justicia frente a los responsables.

La búsqueda es no solo clave para evitar que la desaparición se consolide, sino que también es parte de sus procesos de duelo, incierto, que hace más duro e hiriente el peso de la ausencia. No estamos hablando de procesos privados intrapsíquicos, sino de que estos casos tienen una causa social y política y se necesitan espacios sociales de reconstrucción y de investigación.

Por eso, su participación en estos procesos es muy importante. Los familiares no son un obstáculo sino el centro del sentido. En el caso de los 43, proporcionaron información significativa, empujaron, la investigación y a las autoridades. Sin movimientos con el del Madres de Plaza de Mayo y otros, no hubiéramos tenido Convención contra la Desaparición Forzada. Cuando en el caso de Ayotzinapa, vivimos situaciones de extrema tensión, intentos de cierre de la investigación y acusaciones en 2016, ellas y ellos fueron siempre nuestro polo a tierra, el sentido de lo que hacemos hasta hoy en día.

El apoyo de acompañamiento sigue siendo una cuestión clave. La desaparición forzada no es sólo el delito permanente, sino también un dolor permanente. El ocultamiento de información no sólo es parte del delito, también es un ataque a su integridad psicológica y duelo, que es la forma en cómo manejamos y vivimos la pérdida de seres queridos, aunque sea incierta y aunque los busquemos en la vida. Saber la verdad, es saludable para las familias y para el país. A pesar de exponerse a detalles duros, es peor la incertidumbre.

Cuando presentamos el primer informe que mostraba que la pila infernal en el basurero de Cocula no se había dado, los familiares nos dijeron: se nos ha quitado de encima un peso, el peso de la mentira. Ese peso es el que las instituciones tienen que enfrentar, que aligerar, el que no pueden sostener ni aumentar. Estamos hablando de casos que generan una responsabilidad del Estado. México ha recibido visitas y tenido informes de mecanismos internacionales como el Grupo de Trabajo Desaparición Forzada o el Comité de Desaparición Forzada, informes de Naciones Unidas señalan la responsabilidad del Estado y las  acciones que deben llevarse a cabo.

La creación de mecanismos institucionales para enfrentar esta situación es clave, pero se necesita su funcionamiento efectivo, su compromiso con la verdad y los familiares, y su acción, decidida en investigación y la prevención. México tiene un registro de caso similar al de Colombia de personas desaparecidas, en el caso de Colombia durante 50 años de conflicto armado interno. La tragedia de la desaparición forzada necesitará años de compromiso efectivo no solo institucional, sino también personal, de los funcionarios que están a cargo de las mismas. Claridad y acceso a los datos, información veraz que muestre la sensibilidad por la tragedia y no convierta la discusión en polígonos de frecuencias. 

Los intentos de representar una realidad que hacen que las cosas no parezcan lo que realmente son, no solamente están destinados al fracaso, sino que son una forma de desprecio por los desaparecidos. Demostrar en la práctica, los avances en la investigación y en la atención y la participación efectiva con los familiares son las herramientas para esa necesaria transformación.

El funcionamiento institucional en México, es el de un país en el que la lealtad está por encima de la verdad. Sin un cambio en esas premisas, la corrupción seguirá siendo la gasolina del desprecio por la vida. Sin un cuestionamiento ético, el malestar social no traerá la necesaria conciencia de lo intolerable.

Eduardo Galeano, lúcido escritor uruguayo y amigo entrañable, describió una pequeña parte del cuerpo que no aparecía en los atlas de anatomía en los que estudié Medicina. Un pequeño músculo con capacidad de moverlo todo. El músculo de la conciencia. La empatía y el músculo de la conciencia son los antídotos frente a la impunidad y la grave crisis de los desaparecidos. 

 

 

Liberan a fiscal de desapariciones de Nayarit; FGR no prueba vínculo con delincuencia organizada

En 2017, familiares de personas desaparecidas marcharon por el centro de Tepic para exigir la localización de sus seres queridos. (Cristian Ruano)

 

Efraín Tzuc

El caso se relaciona con 71 desapariciones de personas ocurridas en Nayarit, la mayoría en 2017, en las que habrían participado servidores públicos y criminales. Según la Fiscalía General de la República, que lleva la investigación, su homóloga estatal ha obstruido la indagatoria

 

La titular de la Fiscalía Especializada en Investigación de Personas Desaparecidas de Nayarit, Yayori Villasana Monroy, fue liberada el pasado 12 de septiembre, después de que el juez federal Jorge Eduardo Ramírez Téllez decidió no vincularla a proceso por el delito de delincuencia organizada en la modalidad de colaboración para el fomento de delitos contra la salud debido a que la Fiscalía General de la República (FGR) no aportó pruebas para considerar razonable que pertenece y ha favorecido a una organización criminal.

En la audiencia, que se realizó en el Centro de Justicia Penal Federal de Puebla, también se determinó la no vinculación a proceso de la exvisitadora de la Fiscalía General del Estado (FGE) de Nayarit, Dora Aimé Carranza, y el exdirector del Centro de Readaptación Social de la entidad, Pavel Emilio Valdez, mientras que un particular, Miguel “N”, continuará en prisión porque, en su caso, el juez consideró que existen pruebas suficientes para que la FGR continúe investigándolo con el fin de llevarlo a juicio.

La indagatoria del Ministerio Público, que llevó a la detención de las cuatro personas en Tepic, Nayarit, el 7 de septiembre, resultó de la atracción de expedientes por desapariciones de personas ocurridas, principalmente, en 2017, que eran investigadas por la fiscalía nayarita.

En al menos 47 casos, la Federación Internacional por los Derechos Humanos (FIDH) y la organización civil Idheas documentaron la probable participación de elementos de corporaciones policiales y de investigación, es decir, serían desapariciones forzadas.

“No nos vamos del todo derrotados porque sabemos que el único delito que se les estaba imputando era delincuencia organizada. Tengo fe en que va a haber más pruebas [sobre otros delitos]”, dijo Rosa María Jara al finalizar la audiencia, en referencia a la investigación que continúa realizando la FGR y que involucraría a más servidores públicos y exfuncionarios de la FGE. Jara es madre de Nicanor Alejandro López, desaparecido en 2017, quien fue localizado sin vida en una fosa clandestina en 2020.

 

Yayori Villasana Monroy, fiscal especializada en Investigación de Personas Desaparecidas de Nayarit, fue liberada el 12 de septiembre; en los próximos días se reincorporará a su cargo. 

 

El ex fiscal general de Nayarit Édgar Veytia, sentenciado en 2019 en Estados Unidos por delitos relacionados con tráfico de drogas, y el exgobernador del estado Roberto Sandoval, con un proceso abierto por enriquecimiento ilícito en México e incluido por la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro estadounidense en su “lista negra” de personas y entidades relacionadas con el terrorismo y el narcotráfico, fueron nombrados reiteradamente en la audiencia, que se prolongó durante casi once horas, con dos recesos de una hora.

De acuerdo con la FGR, las cuatro personas detenidas habrían actuado para favorecer al Cártel de los Beltrán Leyva desde 2011 hasta febrero de 2017, como parte de un “grupo de la fiscalía” que cometía extorsiones, despojo, obstrucción de investigaciones, secuestros, tortura y desapariciones. Después de esa fecha habrían pactado con el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).

“Puede haber delitos de desaparición, obstrucción de investigación, abuso de autoridad. Eso no implica que [los imputados] pertenezcan a las organizaciones con las que pactaron Sandoval y Veytia”, dijo el juez en el cierre de la audiencia.

Acusa FGR obstaculización

En la audiencia, en representación de la FGR, la fiscal especializada en Investigación de los Delitos de Desaparición Forzada Martha Lidia Pérez y seis agentes denunciaron que la FGE ha dificultado la indagatoria con acciones como no remitir información que obra en sus archivos, por lo que estuvieron a punto de apercibir al fiscal general de Nayarit Petronilo Díaz.

Desde 2020, la FGR atrajo diversos expedientes que incluían a 71 víctimas de desaparición forzada, desaparición cometida por particulares y delincuencia organizada, e inició una megainvestigación por estos delitos. De acuerdo con un documento obtenido por Quinto Elemento Lab, se investiga a servidores públicos “de los más altos niveles sobre todo a nivel estatal” y a grupos criminales.

La representación de la FGR declaró en múltiples ocasiones su extrañeza por el hecho de que a los abogados particulares de Villasana, que pertenecen a la firma Nassar Nassar y Asociados, y uno de los cuales es apoderado legal del exgobernador Sandoval, les hayan entregado la información relacionada con las acusaciones contra la fiscal menos de 12 horas antes de la audiencia.

La FGR también exhibió inconsistencias respecto a datos de prueba ofrecidos por la defensa. El primero fue sobre la destrucción de ropa del hijo de Jara, ocurrida supuestamente en diciembre de 2019, pero que ella aseguró haber visto cuando identificó su cuerpo, entre el 21 y el 23 de septiembre de 2020. Incluso hay un dictamen fechado el 28 de febrero de ese mismo año sobre un catálogo de prendas que habría incluido la ropa de Nicanor Alejandro. De acuerdo con la FGR, esto confirmaría que las prendas no fueron destruidas en 2019, como afirmó Villasana.

Además, la defensa de la fiscal refirió que se había iniciado un procedimiento administrativo en contra de la persona encargada del depósito de resguardo, que supuestamente entregó los indicios a una empresa para su destrucción, el 1 de noviembre de 2022, un día inhábil, señaló la FGR.

Entre la documentación requerida por la defensa a la FGE se encontraban copias autenticadas, es decir, cotejadas con las originales, de una carpeta de investigación que ya había atraído la FGR, por lo que no había forma de hacer la compulsa porque la fiscalía estatal no tenía el expediente.

 

Nicanor Alejandro López Jara, desaparecido en 2017, fue localizado sin vida en una fosa clandestina en 2020. Su ropa habría sido destruida por la fiscalía nayarita. (Cortesía de la familia)

 

Quinto Elemento Lab reveló que, desde diciembre de 2020, cuando la FGR se trasladó a la sede de la fiscalía en Tepic para llevarse los expedientes de decenas de personas desaparecidas en el estado, ha habido confrontaciones entre ambas instancias. En un oficio obtenido por este medio, la FGR mencionó que “[…] tuvo la necesidad de catear a la Fiscalía Estatal, en 2020”, y que por eso tiene “vetado” acercarse a sus instalaciones.

También el Ministerio Público afirmó, en el mismo documento, que se han destruido “escuchas, datos conservados, además de contaminado las diligencias de campo”.

Incluso, según el oficio, “han existido enfrentamientos armados entre personal de esta FGR, en conjunto con [la] Guardia Nacional en contra [de] los servidores públicos de la Fiscalía Estatal, lo que ha generado inclusive pérdidas de vidas humanas”.

Las acusaciones

Hasta la realización de la audiencia no se había hecho pública que la acusación del Ministerio Público contra los detenidos era por delincuencia organizada en la modalidad de colaboración para el fomento de delitos contra la salud.

En resumen, los señalamientos de la FGR en su contra fueron los siguientes:

Villasana ingresó a la entonces Procuraduría General de Justicia de Nayarit en 1999. En 2014 fue nombrada agente del Ministerio Público de Atención Temprana y, desde el 1 de febrero de 2019, es la fiscal especializada en Investigación de Personas Desaparecidas de la entidad. De acuerdo con la acusación, la funcionaria habría obstaculizado indagatorias por extorsión de las que eran presuntamente responsables servidores públicos de la fiscalía, cercanos a Veytia, dando “carpetazo” a las mismas, es decir, no investigándolas.

También habría obstaculizado casos relacionados con desaparición, ya como fiscal. Uno de los datos de prueba de la FGR es que, supuestamente, Villasana presionó a la madre de un joven desaparecido para que aceptara un procedimiento abreviado en un proceso penal por desaparición cometida por particulares. A otra familiar, agregó, le negó copias de la investigación. También, según la FGR, evitó que se procesara una fosa clandestina argumentando que era un pozo séptico; del lugar se exhumaron 21 cuerpos ante la insistencia de los colectivos de búsqueda para que se excavara.

Además, la FGR acusó a Villasana de no resguardar la evidencia procedente de esa misma fosa, que incluía las prendas de Nicanor Alejandro. De acuerdo con documentos obtenidos por la periodista Karina Cancino, la ropa del estudiante, como se mencionó, habría sido destruida el 18 de diciembre de 2019. El motivo, según la fiscal, fue que representaban un “riesgo epidemiológico”, pero no aclaró el porqué.

Otros indicios importantes recogidos en la misma fosa clandestina fueron también destruidos cuando estaban bajo el resguardo de Villasana: unas esposas de la Policía Nayarit –un extinto cuerpo de élite que dependía de la FGE– y una camisola de la propia fiscalía estatal.

Carranza trabajaba desde hacía once años en la FGE cuando Veytia tomó el cargo de fiscal general y la nombró visitadora de la institución en 2016, un puesto que hoy equivale al de titular del Órgano Interno de Control. Desde ese cargo, según la FGR, obstaculizaba las indagatorias administrativas contra los elementos corruptos que colaboraban con Veytia para cometer crímenes. Incluso habría cerrado un proceso administrativo contra Villasana, aunque la FGR no dio más información sobre el mismo. A la exfuncionaria de la FGE se le acusaba también de presuntamente enviar personas, sin una orden de detención, al penal –dirigido por Valdez– para ser golpeadas, por órdenes de Veytia.

 

Édgar Veytia, sentenciado en 2019 en Estados Unidos por delitos relacionados con tráfico de drogas, cuando ocupaba el cargo de fiscal general de Nayarit. (FGE).

 

El tercer acusado no vinculado a proceso, Valdez, fue director de Averiguaciones Previas en la FGE en 2012 y dirigió el Centro de Readaptación Social Venustiano Carranza entre diciembre de 2016 y septiembre de 2017. Se le atribuyó dejar salir a presos para que realizaran actividades criminales y encarcelar a personas sin una orden judicial para presionar o castigar a ciudadanos y rivales; también de permitir que se torturara a personas dentro del penal a su cargo, en donde, incluso, se habría desaparecido a una persona.

Finalmente, Miguel “N”, el único que no había sido funcionario de la FGE, presuntamente era dueño o tenía “una injerencia fuerte”, según el juez, en un establecimiento donde se hacían fiestas y se consumía y vendía droga. En el lugar se realizó un cateo en 2022 y se encontraron pipas de cristal, droga y una tarjeta con las siglas CJNG. 

La defensa

La representación de los imputados, formada por diez abogados –la mitad contratados para representar a Villasana–, denunció ante el juez que la FGR les entregó copias de la carpeta de investigación testadas, y que solo había declaraciones “de oídas”. Alegaron que los hechos de los que eran acusados carecían de datos específicos del lugar en el que se cometieron, y cómo, cuándo y contra quiénes se ejercieron. Además, argumentaron que no se demostraban los elementos para considerar a sus defendidos como integrantes de grupos del crimen organizado.

“Yayori no perteneció al grupo de Édgar Veytia. No se acredita que haya un fomento a alguno de los delitos de narcotráfico. Negar una copia no es delincuencia organizada”, argumentó uno de los abogados de la fiscal.

La defensa de Villasana mencionó oficios, dictámenes y transcripciones de videos para demostrar que las acusaciones de la FGR eran falsas. Por ejemplo, sobre el señalamiento de que presionó a la madre de un desaparecido para aceptar un procedimiento abreviado, mencionaron que en el video de la audiencia se veía cómo la fiscal decía que la víctima no había aceptado dicho procedimiento y enfatizaron que se obtuvo una sentencia condenatoria contra el imputado, es decir, sí hubo un juicio.

También ofrecieron oficios que mostraban que Villasana había solicitado apoyo a la ahora extinta Policía Federal para el procesamiento de la fosa clandestina en donde fueron encontradas 21 personas, la misma que, según el dicho de la FGR, había obstaculizado excavar diciendo que era un pozo séptico.

Los abogados alegaron al juez que algunas declaraciones utilizadas en la audiencia por la FGR no habían sido parte de la acusación contra su defendida, y que el Ministerio Público se contradecía respecto a la destrucción de pruebas. “Primero dicen que no actuó para impedir la destrucción [de las prendas y demás indicios], y ahora dicen que altera pruebas, pero tampoco lo demuestran”, dijo uno de los letrados.

 

En un documento, la FGR asegura que la fiscalía estatal ha obstaculizado su investigación y destruido pruebas. 

 

La defensa de Carranza afirmó que la FGR se quedó corta en su investigación, pese a que integraron 250 tomos. Criticó que las pesquisas se basaban en “apreciaciones subjetivas y de mala fe de la FGR”.

Finalmente, el juez recordó que, para que se pueda considerar un caso de delincuencia organizada, es necesario demostrar la existencia del grupo criminal y la pertenencia a este.

“No se logró acreditar cómo esas conductas [delictivas de las que fueron acusados] los vinculaban con los Beltrán Leyva y el Cartel Jalisco Nueva Generación”, dijo el juez. Además, cuestionó que las entrevistas –que se usaron como pruebas– no vinculaban a tres de los imputados –Villasana, Carranza y Valdez– con las organizaciones criminales, y que se basaban en que Veytia pactó con los grupos delictivos, lo que calificó como “muy aventurado”.

Por ello, determinó no vincular a proceso a Villasana, Carranza y Valdez, que recuperaron su libertad de inmediato. En el caso de Miguel ‘N’ dijo que las pruebas eran razonables porque testigos refirieron verlo vender droga en el establecimiento del que era dueño, además de que en un cateo realizado en ese lugar en 2022 se encontró una tarjeta de presentación con las letras CJNG, que “es sabido que se refieren al Cartel Jalisco Nueva Generación”. Especificó que, aunque eso no lo hacía culpable, era razonable vincularlo a proceso para que la FGR continúe investigándolo y, eventualmente, lo lleve a juicio.

‘Tengo que estar’

Rosa María Jara tomó el primer camión que alcanzó para viajar unas nueve horas a la Ciudad de México y otras dos más a Puebla desde Nayarit. “Yo tengo que estar”, dijo la madre de Nicanor Alejandro, que aportó el elemento central de la acusación que hizo la FGR a la fiscal: los documentos que probarían que se destruyó evidencia y su testimonio de haberla visto tras ocurrir el hecho.

Después de que el 7 de septiembre medios locales informaron sobre las detenciones, vino el silencio. Al cabo de cuatro días, por la noche, los avisos empezaron a correr: se llevaría a cabo la audiencia de vinculación a proceso de cuatro personas relacionadas con la estructura criminal que Veytia creó en la FGE, a través de la cual se cometieron “homicidios, tortura, despojos, amenazas, extorsiones y desapariciones forzadas”.

Jara, lideresa del colectivo Por nuestros corazones, y tres compañeras del también colectivo Familias Unidas por Nayarit, decidieron viajar a Puebla para estar presentes.

 

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Las mujeres permanecieron en el recinto judicial desde que terminó el primer receso de la sesión, cerca del mediodía, hasta las 22:15 horas. Jara escuchó dentro de la sala cómo los abogados defensores de Villasana buscaban desestimar su declaración alegando que no fue testigo de hechos que relacionaran a la fiscal con grupos de la delincuencia organizada. Sus demás compañeras veían en otra sala la transmisión de la audiencia.

Al final salieron las cuatro mujeres junto con Michel Cervantes, abogado de Idheas, organización que acompaña a las familias nayaritas en su búsqueda de justicia en procedimientos ante el Comité contra la Desaparición Forzada de las Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional.

Para Cervantes es preocupante la “fuerte intromisión por parte de la fiscalía de Nayarit en el proceso”. Agregó que la FGE entregó información a los abogados de los detenidos que ha negado por años a la FGR, y que testigos en la audiencia señalaron que presuntos servidores públicos de la institución participaron en su defensa.

Sin embargo, aún existen datos de prueba en contra de comandantes y agentes de policía cercanos a Veytia que, presuntamente, se quedaron con el control de la FGE tras la detención de su líder en Estados Unidos y estuvieron detrás de extorsiones, despojos, secuestros y desapariciones desde 2011. Algunos, han advertido los colectivos de búsqueda, siguen en la fiscalía nayarita o en otras policías del estado.

Alrededor de una decena de nombres se repiten una y otra vez en declaraciones que son parte de la investigación federal y fueron mencionadas en la audiencia. A algunos se les señala específicamente de llevarse a los jóvenes desaparecidos en 2017.

Una fuente que conoce las indagatorias confirmó que la FGR obtuvo una veintena de órdenes de aprehensión, incluyendo las cuatro que se ejecutaron el 7 de septiembre y derivaron en la audiencia de vinculación y posterior liberación de tres de los detenidos. El caso Nayarit está lejos de cerrarse.

“Aquí queda claro una vez más que la mano del gobierno [de Nayarit] sigue estando fuerte”, concluyó Jara. “Hay víctimas que tienen mucho miedo de señalar [a los presuntos responsables], pero es momento de que las víctimas nos fortalezcamos en nuestros dichos y la Fiscalía General de la República debe ser más contundente”.

“Que se han cometido errores, sí; que probablemente hay omisiones en las que hemos incurrido por el cúmulo de trabajo, también, pero de eso a nosotros perniciosamente, de mala fe, estar involucrados encubriendo crímenes que se cometieron como los que hemos estado aquí señalando [en referencia a las acusaciones contra Villasana], bajo ninguna circunstancia”, aseguró el fiscal general de Nayarit, Petronilo Díaz, un día después de que se dio el fallo, y confirmó que la fiscal se reincorporaría en unos días a su cargo.

 

www.adondevanlosdesaparecidos.org es un sitio de investigación y memoria sobre las lógicas de la desaparición en México. Este material puede ser libremente reproducido, siempre y cuando se respete el crédito de la persona autora y de A dónde van los desaparecidos (@DesaparecerEnMx).

Efraín Tzuc es periodista e investigador. Actualmente es reportero del equipo de investigación periodística de www.adóndevanlosdesaparecidos.org, asistente de investigación en Quinto Elemento Lab y cocoordinador de la plataforma Yucatán Feminicida. También es becario de la iniciativa ¡Exprésate! del International Women's Media Foundation (IWMF).

 

 

San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas

                                                                                      Foto: A Dónde van los desaparecidos

 

Marcela Turati

El alma se me desprendió en Matamoros, en esa esquina noreste de México, en los límites con Texas. Estoy casi segura de que se quedó detenida en un retén del estado de Tamaulipas, después de que me asomé a unas fosas clandestinas recién descubiertas.

Los días siguientes a esa cobertura, en abril de 2011, tuve una sensación de ingravidez. Lo noté en la redacción de la revista Proceso, donde entonces trabajaba; un colega me preguntó cómo me había ido en aquel viaje a la frontera documentando una nueva tragedia propiciada por la “guerra contra las drogas”, y me recuerdo caminando de prisa como sin hallarme, la mirada en ninguna parte; luego, a la sombra del árbol del patio, intentando poner sentido a lo que había visto. Despalabrada.

Solté entonces mi incomprensible respuesta:

—Mi alma se quedó en un retén. No ha llegado.

En el teclado de la computadora volqué algo de lo que tenía atorado, quería exorcizar eso que había tocado en aquella cobertura, la más difícil de todas: en la morgue de Matamoros acababa de ver una pila de cuerpos desenterrados provenientes de las decenas de fosas recién descubiertas. Los cadáveres descompuestos estaban en el suelo, dentro de bolsas negras de plástico como las que se usan para sacar basura, selladas con cinta color canela. El tufo a muerte era insoportable.

Cuando me fui de ahí el conteo iba en 145 personas muertas; la suma final admitida por el gobierno sería de 193. Esos eran los cuerpos que no pudo ocultar.

A la sala de redacción en Ciudad de México me siguieron las imágenes de la inacabable procesión de familias dolientes llegadas de todo el país, movidas por la noticia del hallazgo. Notaba en ellas un forcejeo interior en el ruego a los funcionarios para que les permitieran ver si alguno de esos cadáveres era el hijo que no llegó a casa, la hermana por la que pagaron un rescate pero no regresó, el padre del que no tienen noticias, los hermanos que no responden el celular, la madre que fue levantada… Y, al mismo tiempo, suplicaban a Dios para que ninguno de esos bultos amontonados fuera la persona amada que buscan.

Las noticias fluían a cuentagotas, una más cruel que la otra.

La administración de la información hacía más tortuosa la espera.

Presencié el momento en que los peritos desempacaron el montón de muertos y los metieron en un tráiler que los llevó a la capital del país. Porque la orden del gobierno era borrar esos cuerpos de la escena pública. Para que no se le amontonaran más familias. Para que no llegara más prensa. Para no espantar al turismo de Semana Santa.

Supe después, pasado un tiempo, que en su nuevo destino el gobierno federal los enterró en otra fosa; esta vez en un panteón municipal de CDMX. El mismo patrón siguió el gobierno estatal con los cadáveres que se quedó.

Con el tiempo constaté que las decisiones políticas tomadas ese día sobre el destino de esos cuerpos, y las que siguieron, condenaron a muchas familias a una tortura que continúa 12 años después.

Esa atrocidad que fui a cubrir a Tamaulipas fue conocida en México como “el hallazgo de las narcofosasde San Fernando”, la “masacre de los autobuses” o, en jerga forense y ministerial, “San Fernando 2”.

El número “2” es un recordatorio de que estas fosas fueron halladas en el mismo municipio donde ocho meses antes, a fines de agosto de 2010, 72 migrantes (de los que 14 eran mujeres) habían sido masacrados. San Fernando quedó vinculado para siempre a la brutal imagen de los 72 cadáveres que yacían inertes, recargados unos contra otros, caídos en el piso de tierra de una bodega abandonada, arrinconados junto a las paredes de concreto; sus cuerpos maniatados, los ojos vendados, el tiro en la cabeza. A esa atrocidad ocurrida también en el sexenio de Felipe Calderón las autoridades la denominaron “San Fernando 1”.

Pero, aunque el municipio era el mismo, el horror destapado con las fosas de abril de 2011 era distinto. Esta vez no se habían encontrado cuerpos tendidos a ras del suelo, como era común en esos años violentos, sino decenas de montículos de tierra que ocultaban personas muertas en distintos momentos y —después supe— en diferentes masacres ocurridas durante meses. O años.

En cuanto el hallazgo se convirtió en escándalo nacional comenzamos a enterarnos de que la abrumadora mayoría de los asesinados eran varones, eran jóvenes, eran pobres. Pronto supimos que entre las víctimas no solo había personas mexicanas, también centroamericanas, y que muchas de ellas transitaban por las carreteras que conectan a México con la frontera de Estados Unidos, hasta el momento fatal en que fueron forzadas a bajar del vehículo que las transportaba. Siempre en San Fernando, justo en ese municipio bisagra que es paso obligado para llegar a Reynosa o Matamoros.

Que los autobuses en que viajaban llegaban a las terminales de la frontera sin pasajeros, solo con maletas. Que los equipajes sin dueño se iban amontonando en depósitos. Que sus propietarios no volvieron de San Fernando para reclamarlos. Que las compañías de autobuses guardaron silencio.

Cuando la indignación por estas noticias creció, las autoridades se apuraron a aclarar que esas muertes ocurrieron solo durante tres o cuatro días, y solo a unos cuantos pasajeros de unos poquitos autobuses. Y que los perpetradores eran integrantes del grupo criminal de Los Zetas.

Los cuerpos exhumados, sin embargo, comenzaron a arrojar otras realidades.

*

Me pregunto en qué momento permití que esa historia me habitara.

Pudo ser cuando me topé a una mujer en Matamoros que, bajo un toldo blanco donde los fieles de una iglesia ofrecían comida, agua y descanso a los dolientes recién llegados, me reclamó enojada en cuanto supo que yo era reportera: “Periodistas, ¿ya para qué vienen? Si decíamos que en esa carretera desaparecía gente pero nadie nos hacía caso. Parecía que hablábamos desde el fondo del mar”.

Desde el fondo del mar. Del mar.

La imagen me dio escalofríos.

No sé si quedé atrapada entonces o si fue cuando un desconocido puso en mis manos un USB después de que escuchó una charla que di sobre mi trabajo como periodista.

Cuando abrí por primera vez el archivo, en 2013, encontré registros de dentaduras y siluetas humanas con tachaduras, informes médicos con resultados de necropsias, actas de defunción en las que la causa de muerte parecía calcada. A cada cuerpo le acompañaba información: la edad probable, la estatura, el listado de la ropa que vestía y las pertenencias que llevaba.

Eran imágenes en blanco y negro fotocopiadas de algún expediente que pudo haber sido fotocopiado a su vez hasta diluir al máximo los detalles.

Eran 120 fichas forenses, una por cada cadáver trasladado de Tamaulipas a la Ciudad de México. Eran a aquellos muertos envueltos como paquetes que habían sido desalojados de la morgue.

Quien manejó la cámara fotográfica dentro de la morgue se enfocó en tomas concretas de la cabeza. En varias de las víctimas se notaba el rictus de dolor impreso en el rostro, el grito de angustia previo a la muerte. La crueldad estaba traducida al vocabulario forense en la descripción de la causa de defunción: “traumatismo craneoencefálico”.

El cráneo roto era su sello.

Por mucho tiempo no pude escribir sobre esos cuerpos, tenía la sensación de haber profanado un secreto, no podía digerir la crueldad, no encontré palabras. Y cada tanto los soñaba con ese grito congelado, la expresión desgarrada, la soledad que transmitían, y me acordaba de sus presentidos deudos penando afuera del pestilente anfiteatro.

En algún momento, no sé en cuál, decidí adoptarlos.

*

En mi intento por descubrir sus historias y seguir sus pisadas, esos cadáveres me llevaron a conocer a sus familias en rancherías o ciudades de Guanajuato, Querétaro, Estado de México y Michoacán, o en casas oscuras, de cortinas cerradas, en Tamaulipas; en aldeas ovejeras en las montañas de Guatemala, en cantones de El Salvador a donde no se recomienda ir sola, y también a caminar por distintos pueblos y ciudades mexicanas de la ruta migrante.

Me guiaron también para que descubriera el desamparo en que vivían quienes habitaban San Fernando; el abandono, el silenciamiento y la soledad “del fondo del mar” a la que se refería la mujer que encontré afuera de la morgue.

Al visitar los lugares por los que habían pasado llegué a sitios donde se administra la muerte —fiscalías, funerarias, anfiteatros, panteones— y me adentré en los laberintos llenos de puertas falsas que recorren en este país las familias que buscan a “sus desaparecidos”. Así, sin sustantivo, como vergonzosamente acostumbramos llamarlos en México, desde que normalizamos las desapariciones.

Con el paso del tiempo, esos cuerpos también me fueron mostrando que no eran los únicos, y que tampoco estaban solos. A su alrededor se gestaban dignas luchas de colectivos de madres y esposas buscadoras, quienes se acompañaban de mujeres valientes que, contradiciendo las leyes de lo permitido, y siguiendo las leyes del corazón, se empeñaron en devolverles la identidad y regresarlos a sus hogares. Aunque hacerlo les significara riesgos.

Esos hechos que me habitaron desde abril de 2011 se transformaron en obsesión por saber más, y me empujaron a iniciar este viaje sin plazos que realicé en diferentes etapas y años, por muy diversas rutas, para conseguir pistas que me permitieran entender no solo “qué les pasó sino cómo fue posible” y, sobre todo, quiénes eran esas víctimas y quiénes les esperaban en casa.

Este libro contiene los apuntes de ese recorrido de 12 años buscando información sobre lo ocurrido y pidiendo su testimonio a quienes tuvieron la desgracia de pasar por San Fernando cuando ese municipio se convirtió en un embudo de muerte, o de vivir en ese sitio y en esa temporada en la que el gobierno no previno los asesinatos aunque pudo haberlo hecho, pero no quiso, y tampoco investigó esta tragedia para que no se repitiera.

Entrevisté a personas víctimas, testigos, sobrevivientes o presuntas culpables, y a varias que, cuando tuvieron cargos públicos, tuvieron algún vínculo con estas matanzas, como diputados, ministerios públicos, peritos, presidentes municipales, diplomáticos, policías, investigadores. También busqué a cualquier persona que tuviera una historia que contar sobre estas masacres —en este libro hablan médicos, maestros, militares, religiosos, policías, estudiantes, amas de casa, panteoneros, periodistas, empresarios, choferes, comerciantes— y a quienes se involucraron después, por su labor de defensa de derechos humanos, acompañamiento a las víctimas o búsqueda de personas desaparecidas.

La recopilación y el reporteo no siempre lo hice sola. En 2013 encabecé un grupo de investigación sobre la masacre de los 72 migrantes en Periodistas de a Pie, el colectivo que había fundado con varias colegas. Continué con la investigación de las fosas de 2011 en un taller que los sábados impartía en mi casa para jóvenes periodistas (a quienes sospecho que traumé con mi obsesión de rastrear todo dato salido de ese misterio llamado San Fernando), y acompañada de amigas periodistas, diseñadoras y fotógrafas, quienes estuvieron durante la primera etapa de aquel proyecto que denominamos #Másde72 y que seguimos manteniendo vivo.

Todos esos años la revista Proceso también apoyó mis propuestas de reportajes y entrevistas para documentar los hechos.

*

Ingresé físicamente a San Fernando hasta 2016. Antes no me atreví. A partir de esa fecha hice tres viajes: el primero, con colegas amigos que desde Monterrey cubren el noreste de México; después llegué por mi cuenta, aprovechando los memoriales in situ que un grupo de sacerdotes y de activistas en temas de migración hicieron en distintos aniversarios de la masacre de los 72. Terminada la ceremonia me quedaba unos pocos días más, siempre arropada y guiada por sanfernandenses a quienes preferí no nombrar en este libro para no ponerlos en riesgo. Me ayudaron porque quieren que se sepa lo ocurrido y para quitarle al municipio el funesto estigma que lo rodea.

En esos viajes hubo gente que me aconsejó que no siguiera preguntando y personas con las palabras atragantadas por el susto, quienes me decían que no era momento de hablar de lo ocurrido.

“Váyase de aquí antes de que la maten”, me dijo en el municipio un panteonero aterrado, con lágrimas en los ojos. “Aquí matan a quien busca desaparecidos”.

“Si le cuento, ¿no me va a pasar nada?”, era una pregunta repetida. “No se fíe de nadie, esos que le dieron mi contacto también están comprados; tampoco les diga que habló conmigo”, escuché la advertencia de una mujer nerviosa.

“Llámeme después”, me dijo una madre activista que tenía un mapa de entierros clandestinos y una larga lista de nombres de personas desaparecidas en el municipio. Antes de que concretáramos nuestro encuentro, la mataron. Se llamaba Miriam Rodríguez Martínez.

En cada viaje que hice llevaba el tiempo cronometrado. No quería permanecer dentro de la comunidad más de lo debido. Dormía poco en las noches pues trataba de descifrar cada ruido.

“Seguir escarbando es echarle energía buena a la mala”, escuché decir a un curandero anciano en el estado de Michoacán cuando terminamos una ceremonia de temazcal e iniciaba con unas queridas colegas un recorrido por sitios de fosas clandestinas. Me asustaba que su advertencia se convirtiera en profecía.

La constante de esta investigación a lo largo de los años ha sido el miedo: de quien es testigo y sobrevivió y alberga en el cuerpo el terror, el pánico de las personas en búsqueda que temen que le hagan daño a sus familiares si hablan de más, el miedo de la gente que vivió esos años en esa comunidad durante el día mastica pesadillas; y mis propios miedos, reales o fantasiosos, que me paralizaron por largas temporadas.

Cuando decidí escribir este libro me topé con mis libretas llenas de frases que había tachado al inicio de muchas entrevistas, con otras como: “Mejor quite mi nombre porque me matan”, “no publique porque si se dan cuenta y lo tienen vivo lo torturan”, “OFF NO MENCIONAR”.

El borrador de este libro en sus distintas versiones estuvo repleto de marcas amarillas, una por cada duda que debía resolver sobre los peligros que podrían correr las personas que me brindaron sus testimonios, sobre los derechos de las víctimas y de los presuntos victimarios, y sobre los detalles del horror que pueden soportar las personas que lo leerán.

Desde que estuve en la morgue de Matamores me pregunté muchas veces si hay cosas que no deben escribirse, si la gente está preparada para verdades tan dolorosas, si existen palabras que alcancen para describir el horror, las atrocidades, la barbarie, la crueldad, y otras formas para definir lo innombrable.

Esas dudas me llevaban a otras: ¿Es posible encontrarle sentido a la sinrazón? ¿Qué tanto puedo asomarme a la oscuridad sin quedar atrapada o ser succionada por ella? Me daba miedo imaginarme como una palomilla nocturna que, por acercarse tanto a la luz, cuando excede los límites se quema y cae fulminada.

Mis preguntas más básicas, las que me movían para seguir adelante con el reporteo, eran: ¿Dónde estaba el Estado cuando estas personas eran asesinadas? ¿Por qué desde ninguna oficina se alertó a los viajeros de que peligraban al recorrer esos caminos? ¿Por qué todas las instancias de gobierno que sabían lo que pasaba permitieron que esto ocurriera? ¿No les importaban porque la mayoría de las víctimas eran pobres, y muchas de ellas migrantes? ¿Por qué el trato desalmado a los cuerpos de las personas asesinadas y el ocultamiento de las fosas? ¿Por qué la tortura a sus familias? ¿Por qué la prisa para enterrar de nuevo a las víctimas y con ellas lo ocurrido?

Y entre más respuestas obtuve, más me hundí en senderos pantanosos de los que luego me costó trabajo salir; al igual que a otras personas que investigaron estas masacres, todas pagamos un costo. Esa fue una de las enseñanzas que me dejó este recorrido: que toda persona que busca información sobre los muertos que intentan ser borrados es castigada.

No pocas veces, cuando encontraba esbozos de respuestas sobre lo ocurrido esos años en San Fernando, me sentí asqueada, enojada, furiosa, indignada, triste, como si hubiera perdido la última inocencia o buceado por canales de aguas negras con las que me atragantaba. Procesar tanta impunidad me llevó bastante tiempo.

Durante este tiempo también acumulé un costal de remordimientos que me pesa porque algunos de mis reportajes de esos años fueron brutales en sus descripciones de los cuerpos y quizás su lectura hizo daño a alguien que amaba a esas personas asesinadas. No sé. O porque mis notas no llegaron a tiempo para impedir la cremación de una decena de cadáveres. O porque no supe cómo comunicar a una madre que había evidencias de que el cuerpo del hijo que esperaba con vida estaba en una fosa y asumí que con mi aviso a las autoridades a cargo ella sabría la verdad, pero no fue así.

Ofrezco una disculpa por ello.

Cada una de las historias que involucran sufrimiento obligan siempre a sostener debates éticos internos sobre qué escribir, cómo hacerlo, y cuánto decir, los cuales resolví en su momento con las decisiones que pensé que eran las correctas. Vistas al paso del tiempo no puedo asegurar que siempre lo fueron. Hoy también sé que los mecanismos de la impunidad se sirven de esas culpas y miedos paralizantes para impedir que sigas buscando verdades.

*

Escribir sobre un sitio de exterminio siempre representa un desafío.

Secciones del libro están narradas por voces hilvanadas, las voces de las personas que fui entrevistando, muchas de las cuales miraban a los lados antes de hablar para ver si nadie nos oía o hacían esfuerzos grandes porque no podían dejar de llorar. Decidí respetar la manera en que se expresaron, como la registré en mis apuntes o la transcribí de la grabadora. Eso es lo primero que salta en la lectura, las formas de expresarse.

Intervine algunas frases, cambié el orden de algunas líneas y sumé palabras cuando sentí que se necesitaba facilitar la comprensión o la fluidez del relato. Edité testimonios a manera de monólogos en los que borré mis preguntas, omití partes que se desviaban del tema central, reordené párrafos para darle más fuerza a la narrativa, corté líneas enteras para reducir páginas.

Unos testimonios están compuestos por fragmentos de entrevistas que hice en diferentes circunstancias y años a una misma persona. A veces elegí únicamente las partes que me permitían iluminar algún pasaje.

A la mayoría de la gente que encontré en Tamaulipas la dejé bajo el anonimato para que pueda dormir en paz. En una primera versión describí la profesión de la persona, pero temí que la gente atribuyera una mención a una fuente equivocada o que diera con la persona con la que hablé, así que borré todo tipo de detalle. En algunos casos alteré u omití datos de los testimonios para evitar que fuera identificada.

Salvo en los pasajes donde las personas que me dieron sus testimonios quedaron plenamente identificadas, a quienes entrevisté en mis viajes recorriendo el Bajío mexicano y buscando a familiares de las víctimas de las masacres de los autobuses, las dejé como un coro de voces anónimo. Lo hice así porque ellas me contaron sus historias cuando estaban desesperadas por localizar a sus parientes, y sé de algunas que ya los recuperaron pero cargan el pesado estigma de que su familiar fue encontrado en las que la gente mal denomina “narcofosas de los Zetas”, y aunque hayan sido sacados a la fuerza de un autobús son tratados como culpables. En algunas casas me contaron que tenían miedo de una venganza de los perpetradores. También sé que cuando alguien no ha aparecido, los detalles atraen a los extorsionistas.

Mantuve los datos de las personas que me permitieron grabarlas, sea porque tenían un cargo público, porque pidieron que no se los quitara, o porque no están en Tamaulipas o ni siquiera en México, y de quienes aceptaron salir en un libro. Dejé los nombres de las personas desaparecidas, o encontradas en las fosas, porque deben ser conocidos. Para no borrarlas de nuevo al sacarlas de nuestra memoria colectiva. Solo los retiré cuando sus familias me lo pidieron.

No identifiqué en cada declaración ministerial la autoría del relato para no entorpecer algún proceso legal y respetar derechos, también porque sospecho que algunas fueron utilizadas para construir el relato oficial de lo que las autoridades quieren que creamos. Dejé la identidad de aquellos a quienes el propio gobierno señaló como mandos del grupo armado de Los Zetas y responsables directos de las fosas, y de quienes pagan injustamente una condena.

En este relato coral incluyo información de archivos que obtuvimos en equipo: los reportes de prensa coleccionados, los documentos públicos desclasificados (muchos gracias al valioso trabajo de Juanito Solís), las declaraciones judiciales de víctimas o de presuntos verdugos, la base de datos con nombres de personas desaparecidas (que Gabriela de la Rosa ha alimentado por años con amor y paciencia), así como la información que publicamos en Proceso o en diversos medios bajo la firma de #Másde72. Para dar mayor claridad y ritmo narrativo no dejé textuales los documentos y eliminé repeticiones, aunque mantuve su esencia.

Para investigar seguí mi estilo de reportería muy de a pie: tomar autobuses o manejar mi auto para buscar testigos en recorridos de casa en casa, llamar a casetas telefónicas de pueblos en el olvido para preguntar por alguien que no tiene teléfono, hacer decenas de combinaciones hasta encontrar nombres en redes sociales o a través de esa misma vía contactar a toda persona que lleve un apellido que busco hasta dar con la indicada, hablar con mucha gente que me conecta con otra gente y esta con otra, pedir a periodistas, a funcionarios o exfuncionarios que me permitan ver la información que tienen, crear alertas en internet con palabras clave para coleccionar noticias durante años, rastrear documentos o pedirlos mediante los recursos legales de transparencia y localizar a las personas mencionadas, buscar lo que se publica en otros países o aparece en archivos oficiales de Estados Unidos, aprovechar cada viaje de reporteo para indagar sobre este tema, mantener contacto con colectivos de familiares que buscan a personas desaparecidas, crear y cultivar contactos en los lugares donde pudiera existir alguna pista, solicitar información al público abierto usando redes sociales o publicar cada tanto algo de lo que tengo para ver si alguien pica el anzuelo y me proporciona más datos (aunque a veces esa estrategia me ha costado algunos sustos).

 

Mi interés se posa siempre en lo capilar, en lo ocurrido en el lugar de los hechos, lejos de las oficinas donde se construyen los comunicados de prensa y la información gubernamental, y siempre movida por saber cómo experimentó esos sucesos la gente común, la gente de la que no se habla; “los extras de la película” que para mí son los protagonistas, la gente silenciada.

*

En este país, la política de Estado es la impunidad, la simulación, el ocultamiento.

Partes del libro se basan en lo que el gobierno dejó escrito, en papeles que tardé años en conseguir. Los documentos que publico los obtuve, en gran medida, a través de la plataforma de transparencia de información pública; los cables diplomáticos estadounidenses fueron desclasificados por la organización National Security Archive o revelados por WikiLeaks. Algunos provinieron de filtraciones que recibí de informes creados en instituciones gubernamentales —cuya fuente cito—, y que intenté contrastar con entrevistas para no caer en trampas. Sé bien que algunos documentos oficiales han sido producidos para ocultar, para desviar investigaciones, para exculpar, para imputar o para inventar “verdades históricas” basadas en mentiras.

Las familias de decenas de víctimas me permitieron ver sus expedientes, con la información fragmentada (y a veces errónea) que les daban en las procuradurías estatal o federal. También los presuntos culpables me mostraron sus carpetas de investigación. Otras veces fueron colegas periodistas quienes me compartieron escritos que sus fuentes les confiaron. Pero fue hasta los últimos años cuando pude hilvanar mejor la trama gracias a la información contenida en los dictámenes que recibieron las familias de las personas exhumadas en las fosas, y cuyos cadáveres fueron identificados por la Comisión Forense en la que participaron peritos oficiales e independientes, y quienes contrastaron la información. Llegué hasta esas personas con la ayuda de colectivos de familiares, religiosas y activistas que me guiaron para ubicar familias que hubieran recibido el cuerpo de su familiar. A pesar de la vasta documentación oral y escrita que obtuve quiero advertir a quien me lee lo siguiente: hay que tener cuidado con lo que aquí se dice de manera literal y con sacar conclusiones apresuradas sobre la identidad de las personas que entrevisté acerca de lo ocurrido en San Fernando. Esta es la razón: coleccioné todo tipo de voces, algunas sobre el terreno y otras a miles de kilómetros de distancia; unas vivieron los hechos en carne propia o tuvieron contacto con alguien que poseía información, otras basaron su información en rumores. Algunas personas me dieron datos confusos por miedo o porque, como mecanismo para sobrevivir al horror padecido y sobrellevarlo, la gente edita sus propios recuerdos.

También el tiempo transcurrido desde esos hechos es implacable en los estragos que causa a la memoria.

En este libro respeto esas verdades individuales que ayudan a sumar piezas, aunque no siempre sean certeras y a veces den por muertas a personas vivas, señalen como perpetradores a quienes intuyo fueron reclutados a la fuerza, o aseguren que nunca pisó la cárcel una persona que en el reporteo descubrí que continúa presa. Entiendo esas imprecisiones como normales en una comunidad en la que el trauma es propiedad colectiva y dejó huellas.

Los silencios, por expresivos, por lo que revelan, también quedaron registrados. Algunas veces aparecen en los testimonios, cuando hago evidente, en palabras testadas con una pleca negra, lo que tuve que borrar. Se notan también cuando las personas entrevistadas tienen que referirse a lo impronunciable —como cuando los nombran a Ellos, Aquellos, LosMalos, Los Malitos, Esos Desgraciados, Esos Ingratos, Los Fulanos, Los de La Letra, Los del Sur, La Maña, Esos Pelados, Esos Malditos, u omiten mencionarlos como sujetos de la acción—, porque siguen sin hablar de lo que tenían prohibido.

Me tomé todas esas licencias que he descrito porque fueron los recursos que encontré para mostrar este equipaje pesado lleno de confesiones con las que mucha gente se juega la vida. Y porque aunque ya pasó más de una década desde el hallazgo de esas fosas, que son el punto de partida de esta investigación, en el libro se revelan secretos de una comunidad habitada por gente a la que los recuerdos aún le atenazan la garganta, que sigue expuesta a la violencia, y donde muchos de los protagonistas de esta trama del terror todavía son vecinos.

Todavía ahora, más de una década después de que empecé mi investigación, cuando escribo sobre los hechos ocurridos en San Fernando enfrento el mismo dilema: ¿Qué puedo publicar y qué debo quitar?

¿Cuánta dosis de mentira tiene cada documento que conseguí? ¿De qué forma se puede mencionar algo o a alguien sin ponerlo en riesgo?

La respuesta a esas dudas está volcada en la siguiente advertencia a quien me lee: en este libro encontrará un relato fragmentado porque esta historia está incompleta, le faltan piezas, porque mucha gente no tiene permiso para hablar y porque existe una intención de las autoridades de ocultar la verdad. ¿Por qué no quieren que se sepa? Al teclear la pregunta me viene a la mente lo que escuché decir a una mamá abrumada porque el gobierno no busca a su hijo desaparecido: “No hacen más porque saben que si buscan ellos mismos se encuentran”. Porque la verdad los inculpa.

*

Me hubiera gustado contar una historia completa, lógica, acabada, concluyente, pero la opacidad en la que se desarrollaron los hechos y la impunidad en que permanecen no me lo permite. Aún nadie ha sido condenado por estas atrocidades —las sentencias solo han sido por uso de armas ilícitas, pertenencia a grupos criminales, involucramiento en el negocio de las drogas; no por los asesinatos— y se mantienen como secretos de Estado las investigaciones judiciales. Aún los poderes políticos y económicos que habilitaron las masacres y las desapariciones aquí relatadas siguen intactos, y “ellos”, los perpetradores de estos crímenes autorizados no se han ido, “siguen ahí” —como dice en San Fernando mucha gente— entre las sombras, o cambiaron de rol y hoy son más visibles e influyentes.

Las personas que fueron testigos de estos hechos todavía corren riesgos porque tienen piezas importantes de lo que ocurrió.

En el camino me encontré con personas que tenían información privilegiada para armar mejor el rompecabezas sobre estas matanzas y no quisieron hablar. Otras me hicieron entrar al perverso juego del “te lo muestro pero no puedes tomar apuntes ni grabar, es solo para que lo veas”, “te lo cuento pero nunca lo escribas”, “te lo doy solo si me pagas”. Nunca pagué. Solo les importó que yo supiera lo que tenían, y no que esa información se publicara para dar pistas a alguna familia buscadora. Al igual que las familias de las víctimas a las que se les niega su derecho a saber, me enfrenté a la reserva de información que impone el Estado mexicano cada vez que quiere ocultar secretos, aunque sean masacres catalogadas como “violación grave a los derechos humanos”, que en todo el mundo deberían conocerse porque son delitos que lesionan a la humanidad entera.

Cuando escribía este libro y estaba a punto de obtener la información que la ley de transparencia les obligaba a proporcionar, descubrí que la Procuraduría General de la República (PGR) intentó castigarme por investigar y que no eran paranoia mía los extraños comportamientos que había notado en mis celulares y computadoras, y los ataques a las páginas web en las que publiqué sobre estas matanzas o sobre la crisis forense en el país. Y no solo me espiaron: por exhibir sus crímenes me metieron en una causa judicial.

Y no solo se ensañó contra mí.

*

¿Es necesario otro libro sobre la violencia? ¿Por qué escribir de temas de los que mucha gente ya no quiere enterarse o prefiere olvidar? ¿Para qué escarbar más en estas tragedias? Esas preguntas me han rondado durante los 14 años que he dedicado mi trabajo periodístico a documentar los impactos de la violencia en México en la vida de las personas.

La respuesta me la han dado siempre las madres o los padres de las personas asesinadas en estas masacres cada vez que me preguntan qué más puedo contarles sobre lo que pasó con sus hijos o cuando las escucho decir: “Quiero saber la verdad; aunque duela”.

El dolor del que hablan no es una metáfora. Un campesino guatemalteco me contó que mirar las fotos del hijo torturado hasta la muerte, con el cráneo trozado, y leer las confesiones de los asesinos golpea al corazón como un infarto interminable. Por una madre salvadoreña que peleó durante ocho años para obtener la información de esas masacres supe que ese es el último gesto de amor que ella siente que puede hacer por su hijo asesinado.

Estoy convencida de que no solo las víctimas tienen que conocer sobre estos hechos, que ese sufrimiento suyo no debe ser vivido en privado, porque a todos nos incumbe, nos tiene que incomodar, indignar, atragantar, punzar, empujar a actuar.

Sé también que cuando la verdad sale a la luz se hace incontenible la demanda de justicia. Que cuando la gente se apropia de esa memoria nacen caminos hacia esa añorada justicia.

Por eso escribí este libro.

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San Fernando: última parada es mi bitácora de viaje a través de los mecanismos del horror y de la impunidad que hicieron posibles matanzas como las de San Fernando.

El punto de partida de este recorrido son las fosas que escondían los cuerpos con el cráneo roto y la expresión del desamparo encontradas en 2011. Esa primera parte, advierto, es difícil de leer. La impunidad a la que están expuestas las personas protagonistas de estas historias no es de fácil digestión: cala, encabrona, arde, duele, cuesta asimilarla.

Pero esta no es solo la historia de una tragedia. No se queda en la destrucción, los cadáveres y los sufrimientos de la gente. Si la primera parte permite entender cómo opera el sistema que tortura y revictimiza a las víctimas, la segunda muestra los lazos de amor y de solidaridad que se tejieron alrededor de esas muertes.

Entre las cenizas del horror y la catástrofe se alzan grupos de mujeres y colectivos de familiares de víctimas, liderados también por mujeres, que se organizaron para reescribir estos sucesos, humanizarlos con ternura, valentía y dignidad, y darles otro final que no fuera el de la paralizante fatalidad.

En esos caminos pantanosos conocí a la abogada Ana Lorena Delgadillo y el trabajo de la Fundación para la Justicia y de su equipo. Con el tiempo, al ver que compartíamos las mismas inquietudes, nos hicimos amigas. Ella, a la vez, me presentó a la antropóloga Mimi Doretti. Poco a poco fui conociendo a integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense. Ellas han dedicado años a investigar las matanzas aquí relatadas para lograr cambios que impidan que estas atrocidades se repitan en México.

Ambas son protagonistas de la segunda parte de este libro, con otras mujeres, y un puñado de hombres, padres de familia, con quienes se arriesgan para arrancar verdades que permiten entender cómo opera el sistema que hace posible estas masacres y que mata lentamente a quienes buscan justicia. Ellas siguen investigando, en un intento por prevenir que nunca más se repitan, que nadie más sufra lo que ellas. Ellas muestran caminos hacia “lo posible”, rutas hacia lo que consideran que es la verdad, resignifican las palabras reparación y justicia.

Las voces recopiladas en todo este libro se convierten entonces en una mirilla caleidoscópica que permite observar a México a través de una zona de silencio y muerte, un espacio gobernado por una franquicia criminal que sometió a la población para controlar el territorio y magnificar sus ganancias económicas, en una región cedida por los políticos a las mafias de las que forman parte, en un país donde las instituciones de prevención ciudadana y procuración de justicia están podridas, traicionaron a la gente que debían de cuidar, y donde se libra una importada y fallida “guerra contra las drogas” —que es una guerra por dominar el territorio y contra la gente— en la que las víctimas intentan cambiar esta historia. No es un libro fácil de leer porque no se pueden absorber de un jalón tantas dosis de impunidad. Pero necesitamos asomarnos a los San Fernando actuales, a los sitios de exterminio, a las fosas y las morgues, a los métodos de matar y de morir, y escuchar lo que dicen las víctimas, lo que les hicieron, lo que no debe de repetirse, para entender en qué momento se jodió el país, y por qué en México cada día tenemos que sumar más gente a la lista de 115,000 personas desaparecidas y de 55,000 cuerpos sin identificar en las morgues y fosas comunes. Solo excavando en lugares prohibidos junto a las víctimas, desenterrando con ellas verdades, peleando a diario por devolver la dignidad de quienes fueron borrados y exigiendo que les regresen con los suyos, solo enfrentándonos a este sistema que produce muerte y sustituyéndolo por otro más humano, haremos posible otro futuro.

Este es, pues, el recorrido que hice para entender dónde se quedó secuestrada mi alma en este México doliente, donde muchas personas se quedan secuestradas para siempre.

Escribí bajo el faro de Javier Valdez, periodista, referencia, guía y compa que me introdujo a andar por estos caminos minados que son los lugares tomados por intereses necropolítico-económicos. Este libro lo hizo posible el premio que lleva su nombre, creado tras su asesinato el 15 de mayo de 2017, para dar continuidad a su trabajo dedicado a las víctimas a través de la pluma de otros periodistas que intentamos seguir sus pasos.

 

 

Lagos de Moreno llora a sus desaparecidos y desafía las políticas de ocultamiento de Alfaro

En la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción fue instalado el altar dedicado a Roberto Olmeda Cuéllar, Diego Alberto Lara Santoyo, Uriel Galván González, Jaime Adolfo Martínez Miranda y Dante Cedillo Hernández.

 

Mónica Cerbón

Desde las puertas de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción se despliegan centenares de velas blancas. Tres niñas caminan en medio de esa mancha luminosa que arde en el centro histórico de Lagos de Moreno. En el centro está una fotografía de Roberto Olmeda Cuéllar, Diego Alberto Lara Santoyo, Uriel Galván González, Jaime Adolfo Martínez Miranda y Dante Cedillo Hernández, los cinco jóvenes desaparecidos el pasado 11 de agosto, de los que aún no se sabe nada. Las pequeñas se detienen para observar la imagen de los amigos, platican, luego se van. La conmoción por el caso pasó, y en Lagos todo se siente distinto.

La difusión de un video que muestra a los jóvenes a merced de la violencia de sus captores, hizo que el municipio de poco más de 172,000 habitantes, ubicado en los límites de Jalisco con Guanajuato y Aguascalientes, saltara a los medios internacionales y se convirtiera en el epicentro de la brutalidad que asola el país. 

En un recorrido por este Pueblo Mágico, realizado el pasado 23 de agosto para escuchar las voces de sus habitantes —comerciantes, estudiantes, madres y padres de familia—, surge una coincidencia: se sienten en peligro y abandonados por las autoridades. A petición de las personas que dieron su testimonio, por cuestiones de seguridad sus nombres no son publicados. 

La gente también se siente indignada, y en compañía de líderes religiosos ha salido a las calles para pedir un alto a la violencia, algo que no había sucedido en los últimos años.

“Se siente la indignación, mucho dolor, sufrimiento. Pero también es una esperanza ver que las personas se manifiestan ante toda esa impotencia. Esa velita, esa presencia, ese estar ahí, rezar, cantar, gritar algo, pronunciarlo, es decir: Queremos algo diferente. No queremos esto que está pasando en nuestra ciudad”, afirma el sacerdote Hugo Vargas Graciano, vicario de la parroquia, la más importante de un municipio en donde el 95.3 por ciento de sus habitantes profesan la religión católica, según datos del censo del Inegi de 2020.

El altar que decenas de laguenses instalaron durante una vigilia el 19 de agosto, ocho días después de la desaparición de los jóvenes, se convirtió en un recordatorio permanente del dolor. Hay velas encendidas, otras casi consumidas y unas más que parecen nuevas. No pasan cinco minutos sin que alguien se acerque, lo mire o hable de él. 

Una mujer que lo observa dice que teme por su familia: “Nos sentimos con mucha tensión, inseguridad, tristeza, más que nada porque tenemos hijos, y es muy triste. Conocí a los chicos, eran vecinos de nosotros, de pequeños se juntaban con mis hijos”, cuenta mientras toma la mano de su hija adolescente, que la acompaña.

“La única forma de que pase algo, de cambiar algo, es manifestándose en la presidencia municipal, porque ellos son los que tienen que hacerse cargo de esto. Todos tienen miedo”, dice un vendedor ambulante de comida.

“Hay un duelo. No hay ganas ni de escuchar música, se siente un ambiente muy sombrío, como un funeral a nivel ciudad. Queremos seguir adelante tratando de elaborar este duelo, pero que se convierta en un mayor compromiso social para que esto no siga sucediendo. Estas situaciones nos están interpelando y lanzando a redoblar esfuerzos”, añade el padre Hugo, quien durante la vigilia, que fue organizada por la comunidad, fungió como un líder social.

Ubicado en el atrio de la parroquia, el altar de los jóvenes clama por justicia y paz. Ese lugar, donde también fueron colocadas fotografías de otras personas desaparecidas, es el símbolo que confronta la narrativa del gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, empecinado en minimizar el tamaño del delito.

 

Cientos de veladoras, algunas con imágenes de la Virgen de Guadalupe, recuerdan a los jóvenes desaparecidos en el altar de la parroquia de Lagos de Moreno.

 

El emecista que gobierna el estado con mayor número de desapariciones: 14,889 personas, según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), ha emprendido una estrategia de ocultación para contrarrestar las denuncias de las familias buscadoras, como la instrucción de no informar a la Federación, desde marzo de 2022, sobre los nuevos casos de desaparición bajo el argumento de que el registro oficial es un “caos”.

En marzo de ese mismo año, el gobierno rasuró —sin ninguna explicación— la cifra de personas desaparecidas reportadas en el RNPDNO, y después de una carga masiva de datos, de 16,222 el número disminuyó a 14,915 casos. 

El Sistema de Información sobre Víctimas de Desaparición (Sisovid) de Jalisco, reconocido por Alfaro como el órgano de información estatal, ha presentado inconsistencias en las cifras que reporta, registrando un aumento de personas localizadas y una disminución de personas desaparecidas. 

“Hay un ajuste a la baja de las cifras de personas desaparecidas que no se está notificando y que produce una disminución artificial del total de casos”, advirtió el Comité Universitario de Análisis en Materia de Desaparición de Personas de la Universidad de Guadalajara (UdeG).

En febrero de 2022, durante la primera Brigada de Búsqueda en Jalisco, en la que participaron colectivos de siete estados, el gobernador criminalizó a las madres buscadoras tras reportar que hallaron fosas clandestinas y restos humanos.

“Hay que tener mucho cuidado con estos esfuerzos de grupos que llegan de no sé dónde a hacer no sé qué… Yo lo que le pedí a la Fiscalía Especializada [en Personas Desaparecidas] y a la Comisión [Estatal] de Búsqueda [de Personas (CEBP)] es que tengamos mucho cuidado porque luego ese tipo de acciones que tienen la buena fe de las familias pueden también estar acompañadas de otro tipo de agendas que no conocemos”, declaró.

Semanas después, el 31 de marzo, policías estatales agredieron a integrantes del colectivo Luz de Esperanza, quienes se manifestaban frente a la fiscalía, en Guadalajara.

En distintas ocasiones, policías municipales y estatales han retirado las fichas de búsqueda que pegan familiares en bolardos y postes. Pasó en 2021, cuando policías estatales fueron captados retirando de la vía pública los anuncios de los colectivos.

“Tampoco es nada grave. Es un asunto que se hizo y que no debe ser”, consideró Alfaro.

Un mes después, personal del ayuntamiento de la capital retiró las losetas con cédulas de búsqueda de la Glorieta de las y los Desaparecidos, con el pretexto de dar mantenimiento al sistema de iluminación.

Luz de Esperanza denunció el pasado 15 de agosto, en un comunicado, que el gobierno de Jalisco prohibió a la CEBP pegar fichas de búsqueda, “presumiblemente por no dañar la imagen de la ciudad, razón por la cual solo hacen difusión de boletines mano en mano”, y urgió a corregir esta situación.

En Lagos de Moreno, el alcalde Tecutli Gómez, integrante también de Movimiento Ciudadano (MC), solo ha mantenido una reunión, en cuatro años de gobierno, con los colectivos de búsqueda del municipio, pese a las insistentes solicitudes de las familias. Ocurrió en abril, una semana después de que estos grupos se manifestaran durante una visita de Alfaro al municipio.

‘Los extrañamos’

“[Tenemos] miedo al salir. [Esto] limita las posibilidades de relacionarte, no sabes con qué personas te vas a encontrar y si vas a regresar a tu casa; es el miedo de ya no ver a tu familia, y no puedes dejar tu vida de lado por esta situación. No puedo dejar de estudiar, pero también tengo la incertidumbre de si voy a regresar a mi casa o no”, dice un estudiante de 20 años del Centro Universitario de Lagos de Moreno (CULagos), perteneciente a la UdeG. 

“Yo de alguna u otra manera los conocía [a los cinco jóvenes desaparecidos], me llegué a relacionar con alguno, llegué a salir, a jugar fútbol con ellos. Lo que pasó me impactó mucho”, añade cabizbajo.

A unos metros hay otro altar para Roberto, Diego, Uriel, Jaime y Dante; en el centro, en grandes letras de papel rojo, se lee: “Los extrañamos”. Sobre el piso, decenas de veladoras completan la escena. En las paredes del pasillo que conduce hacía allí hay consignas como “¡Jalisco,  fosa común!”. 

 

Consignas de las y los estudiantes pintadas en el Centro Universitario de Lagos de Moreno. El 24 de agosto se manifestaron para exigir su “derecho a vivir en paz”.

 

“Roberto [Olmeda] Cuéllar: Eras, eres y serás siempre puro amor. Le agradezco a la vida por habernos cruzado en el camino y por ser como eres. Gracias por demostrarme que era importante para ti”, dice una carta pegada a una veladora. Roberto estudiaba la carrera de ingeniería industrial en esta universidad. 

El pasado 21 de agosto, estudiantes del CULagos realizaron una manifestación, a la que se sumaron las diferentes sedes de la UdeG, para exigir “nuestro derecho a vivir en paz”.

“Desde el sur hasta el norte, de oriente a poniente, la comunidad universitaria le dice basta a la violencia, a la omisión, a la impunidad. Basta a la intranquilidad y el temor”, gritó Zoé García Romero, presidenta de la Federación Estudiantil Universitaria.

La desaparición de los jóvenes, de acuerdo con los testimonios, ha vuelto más presente la violencia. 

“Todos nos hemos puesto en el papel de mamás, hijas, hermanas, conocidas de ellos. A la mayoría nos quitó el sueño. Yo, por ejemplo, tengo un hijo de un año, y se pone a pensar uno, ¿a qué traes hijos al mundo? ¿A que les pase eso? Nadie se merece algo así”, dice una trabajadora de la universidad.

 

Altar instalado por las y los alumnos del CULagos para Roberto —estudiante de ingeniería industrial en esta universidad—, Diego, Uriel, Jaime y Dante. 

 

“Se siente más inseguro, más miedo, más temor. Ya habían pasado cosas, pero a partir de esto se derramó el vaso, ya entre más pronto se encierre uno, mejor. Los jóvenes corren más riesgo, bueno, todos, pero más ellos”, me dice una vendedora de fruta mientras rebana limones.

Un taxista de 21 años teme por sus amigos: “He estado muy preocupado, se queda solo muy temprano, no se ve mucha seguridad en todo el día. Tengo amigos, pudimos ser nosotros”, relata mientras espera un nuevo pasaje.

Algunas personas ya no salen de noche, otras se sienten expuestas. A una adolescente de 16 años, cuenta su prima, le llegaron videos a sus redes sociales en los que hombres encapuchados le pedían ir “a cierto lugar” e información sobre su familia, de lo contrario “le iba a pasar lo mismo que  a los muchachos”. Mientras que las y los periodistas locales tienen miedo de sufrir represalias por dar seguimiento al caso.

Una mujer dice que su esposo, un hombre treintañero que laboraba como chofer de Uber, tuvo que dejar el trabajo por miedo a ser desaparecido.

“Entonces en mi casa ya no está ese ingreso, decidimos que la mejor opción era que dejara el trabajo. Esto nos pegó a todos”, platica. 

“Siento mucha inseguridad, ya no dan ganas de salir ni a la calle porque piensas que a ti también te van a llevar. Es algo que no sé cómo explicar. Yo siento mucha tristeza”, dice una joven de 28 años que camina cerca del altar de la parroquia.

El miedo, el dolor y el enojo se hicieron visibles en una serie de eventos que la Iglesia católica organizó del 25 al 27 de agosto. El objetivo fue orar por los jóvenes desaparecidos y exigir mayor seguridad a los distintos niveles de gobierno.

Una de las actividades se realizó en el Mirador de San Miguel, de donde se llevaron a los cinco amigos. Ahí, sus padres agradecieron el apoyo de las personas y exigieron a las autoridades no dejar de trabajar para localizarlos.

“Que los encuentren, que ya nos los traigan para poder descansar ellos y nosotros”, dijo Armando Olmeda, padre de Roberto. Juan Martínez, padre de Jaime, añadió: “Las autoridades ya no nos dicen nada, esperamos que sí sigan en la búsqueda”.

Grupos criminales y vínculos políticos

De acuerdo con los gobiernos federal y estatal, la región Altos Norte de Jalisco es disputada por el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y el Cártel de Sinaloa, debido a que tiene zonas serranas que facilitan el trasiego de drogas y conexiones territoriales de fácil acceso con estados como Guanajuato, Aguascalientes, Zacatecas y San Luis Potosí.

Pero las fuerzas políticas que gobiernan la región son también un elemento importante en la disputa. El emecista Tecutli Gómez, alcalde de Lagos de Moreno, le arrebató el municipio a la coalición formada por los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Verde Ecologista de México (PVEM) en las elecciones de 2018. El político presume ser amigo “desde hace más de una década” de Alfaro, a quien le dedica numerosos mensajes de agradecimiento en sus redes sociales. 

Un informe del Centro Nacional de Inteligencia hackeado por el colectivo Guacamaya a la Secretaría de la Defensa Nacional reveló que funcionarios cercanos a Alfaro se reunieron, en 2018, con integrantes del CJNG.

Ese mismo año, la periodista Anabel Hernández afirmó que, de acuerdo con fuentes consultadas, en Estados Unidos existía una investigación en curso contra Alfaro por presuntos nexos con el crimen organizado desde sus administraciones como alcalde de Tlajomulco (2010-2011) y Guadalajara (2015-2017). Meses después, en 2019, el gobernador respondió exigiendo a la periodista una disculpa pública.

“Es muy relevante y no es un secreto. Se ha empezado a analizar con mayor detalle lo que ha significado la llegada de Enrique Alfaro al gobierno de Jalisco, el impulso que le ha dado al mismo Movimiento Ciudadano y cómo esto tiene una extraña intersección con lo que ha sido el crecimiento y la relevancia del Cártel Jalisco Nueva Generación. A mí me parece que esto es importantísimo, más si lo vemos en perspectiva: la pasada administración estatal muy posiblemente pudo haber estado vinculada con el Cártel de Sinaloa”, señala Jonathan Ávila, investigador del Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (Cepad),  en referencia al sexenio priista (2013-2018) de Aristóteles Sandoval, asesinado en Puerto Vallarta en diciembre de 2020.

“Llama la atención hasta qué punto eso sirvió para dar, digámoslo así, ánimos de pugnar por espacios y zonas que podrían ser clave en esta disputa por un mercado de drogas; eso influye de manera muy directa en la violencia”, añade el especialista.

A finales de 2021, el periodista Ricardo Ravelo acusó a Alfaro, a integrantes de su gabinete y a funcionarios del Poder Judicial en Jalisco de tener nexos con el CJNG, basándose en información revelada por un testigo en Estados Unidos e “informes consultados”.

“El Gobierno de Jalisco lamenta que, mediante calumnias y mentiras, se intente difamar para dañar la imagen del gobernador”, respondió la administración estatal en un comunicado fechado el 24 de diciembre de 2021. Tres días después, Alfaro anunció la presentación de una demanda contra Ravelo por daño moral, acción que fue criticada por la organización Artículo 19.

Los señalamientos de vínculos con cárteles incluyen también al partido Morena, que fue acusado también por Hernández de hacer un “narcopacto electoral” con una de las facciones del Cártel de Sinaloa en 2021 para asegurar el triunfo de su candidato a gobernador en Sinaloa, Rubén Rocha Moya. Según la periodista, el presidente Andrés Manuel López Obrador no habría desaprobado el acuerdo.

Morena gobierna en Teocaltiche y Encarnación de Díaz, mientras que en Ojuelos de Jalisco y Lagos de Moreno están al frente alcaldes de MC. En el resto de los ocho municipios que integran la región Altos Norte, antes dominada por el PRI y el Partido Acción Nacional (PAN), gobiernan el PVEM en Villa Hidalgo y San Diego de Alejandría, y el PAN en San Juan de los Lagos y Unión de San Antonio.

Lagos de Moreno, con 404 casos desde 1965; Encarnación de Díaz, con 199; y San Juan de los Lagos, con 101 casos, son los municipios con mayor número de desapariciones en la zona, según el registro nacional. Todos están a menos de una hora de distancia entre sí y son el epicentro de la violencia en la región.

“En esta disputa en donde se habla de que muy posiblemente algunos de estos partidos, al menos en la localidad, estén favoreciendo al Cártel de Sinaloa, la pugna política se vuelve una pugna en términos de violencia, y de cómo construir una gobernanza criminal donde van a haber atentados, desapariciones y homicidios por la necesidad de un control del territorio”, dice Ávila.

De acuerdo con el registro nacional, el mayor número de desapariciones en Lagos de Moreno ha ocurrido, justamente, en años de elecciones municipales: 2015, 2018 y 2021.

Escenario del horror

El 15 de agosto, cuando la Fiscalía General del Estado de Jalisco (FGEJ) localizó el segundo vehículo en donde viajaban los cinco jóvenes, quemado y con restos humanos en su interior, las autoridades informaron que podrían haber sido secuestrados por miembros del “MZ”, una célula delictiva asociada con el Mayo Zambada, principal operador del Cártel de Sinaloa.

En una construcción donde la FGEJ encontró indicios de la presencia de los jóvenes se pueden ver pintadas las siglas “MZ”. Sobre el piso y las paredes del inmueble, presuntamente el mismo en que se grabó el video que circuló, hallaron manchas de sangre.

 

Fotografía de la construcción donde la FGJE encontró indicios de la presencia de los jóvenes desaparecidos, y en la que presuntamente se habría grabado el video que los muestra. (Especial)

 

En la pared, aunque fueron borradas, también puede verse el rastro de las siglas del CJNG, como si la construcción, ubicada en la colonia periférica Torrecillas, fuera también un lugar de disputa.

El lugar ha sido escenario de otros horrores. En junio de 2020, en ese mismo inmueble, la fiscalía de Jalisco localizó en una fosa clandestina cuerpos y osamentas de nueve personas. En el sitio había también tambos con sustancias químicas presuntamente usadas para disolver cuerpos.

La zona que forman las colonias Torrecillas, La Orilla del Agua, San Miguel Buenavista, Ladera Chica y Ladera Grande es conocida como el barrio de San Juan Bautista de la Laguna. En ese cuadrante se han localizado la mayoría de las fosas clandestinas de Lagos de Moreno.

Algunas personas sostienen haber visto, en los últimos años, que en esa construcción policías estatales, conocidos como “negros”, entregaban jóvenes a grupos delictivos.

Este año, Jalisco ha sido noticia nacional por otros hechos violentos. Entre el 20 y el 22 de mayo se reportaron como desaparecidos ocho jóvenes trabajadores de un call center en Zapopan. Sus restos fueron encontrados en 45 bolsas el 31 de mayo. La investigación de la fiscalía estableció que el negocio era un centro de operaciones desde donde se cometían fraudes para financiar al CJNG.

Semanas después, el 11 de julio, personal de la FGEJ y policías fueron atacados con explosivos mientras realizaban un operativo en Tlajomulco de Zúñiga, presuntamente tras un reporte anónimo sobre la existencia de fosas clandestinas. El atentado causó la muerte de tres agentes investigadores, un policía municipal y dos civiles.

El hecho provocó que el gobernador suspendiera los operativos de búsqueda de personas desaparecidas generados por una llamada anónima; en respuesta, colectivos de familiares marcharon para exigir su reanudación. Tlajomulco es el bastión político de Alfaro, donde fue presidente municipal de 2010 a 2011.

Exactamente un mes después, el 11 de agosto, se registró la desaparición de los cinco jóvenes en Lagos de Moreno. Y la estrategia para minimizar las demandas de las familias o criminalizar a las víctimas persistió.

El coordinador estratégico de Seguridad estatal, Ricardo Sánchez Berumen, afirmó que la desaparición de los jóvenes no se podía considerar como tal, sino como una “ilocalización”. 

“De momento no se presume que haya sido parte de un hecho de violencia, es una ilocalización. No hay un hecho de violencia al menos confirmado de momento con los registros y testimonios que se han recabado por parte de la fiscalía”, declaró el funcionario.

Revivir el dolor

La desaparición múltiple del 11 de agosto recordó en Lagos de Moreno otro hecho similar ocurrido el 7 de julio de 2013, cuando se reportó la ausencia de seis jóvenes de entre 18 y 22 años: Daniel Armando Espinosa Hernández, Ángel de Jesús Rodríguez Hernández, José Gerardo Aguilar Martínez, Cristian Fabián Ávila Cardona, Marco Antonio Ramírez Cárdenas y Eduardo Isaías Ramírez, y de Rodrigo Espinosa Aguayo, de 38. Un mes después, sus restos fueron localizados en una antigua tienda llamada La Ley del Monte

A sus familias les entregaron pedacitos de sus cuerpos, que habían sido disueltos en ácido, en pequeños cofres. Tiempo después, en agosto de 2017, el lugar de tortura en donde fueron asesinados se convirtió en un memorial renombrado como La Ley de la Verdad.

El caso de los cinco jóvenes desaparecidos y la difusión de su cautiverio revivió el dolor de las familias que sufren en el municipio por la ausencia de un ser querido. 

Una mujer que busca a su hijo desaparecido el 16 de marzo de 2020 en San Juan de los Lagos dice que tras ver las imágenes del video se enfermó durante cuatro días. 

“Es muy difícil, se reviven las heridas, más por las fotos y el video que pasaron. Uno se imagina que posiblemente nuestro familiar pasó por lo mismo. Ahí es donde sí fue un golpe duro para todo el colectivo. Yo no lo pude ver completo. Dije: Dios mío, ¿cómo puede pasar esto? Y pensé luego luego si a mi hijo le pasó eso, o si lo están obligando a hacer cosas, o en realidad ya no está. Te vienen miles de cosas a la cabeza que no puedes evitar pensar. Es un caso que creo que por eso pegó mucho, dolió mucho por la forma y por lo que revive”, señala la también integrante del Colectivo + 1 = Todos.

Las imágenes provocaron un “dolor excesivo”, dice entre lágrimas otra mujer que busca a sus hermanos desaparecidos el 28 de marzo de 2019.

“Yo estuve con una tristeza enorme. Esto vino a revivir tantas cosas. Uno de ellos era vecino de mi mamá. Movió muchos corazones. […] El luto que se siente en Lagos desde ese momento es algo inexplicable. Un dolor muy fuerte. Piensan que solo le pasa a la gente que está metida en algo y eso no es cierto, le pasa a cualquiera. A lo mejor ellos fueron como los mártires para que hubiera esta movilización y hacer justicia a nombre de todos los desaparecidos”.

Las familias de los cinco amigos planean resignificar el último lugar donde sus hijos estuvieron juntos: el Mirador de San Miguel. En tanto no sean localizados, proyectan poner ahí su fotografía, como un recordatorio del dolor presente en Lagos por las personas desaparecidas.