Migrantes indígenas: Huyendo de la miseria

Categoría: Reporte Especial Escrito por Ana Patricia de la Cruz Yáñez

 

Por Ana Patricia de la Cruz Yáñez

“Hace 6 años que no he vuelto a mi pueblo”, son las palabras de la señora Angelina, mujer indígena migrante del estado de Guerrero, quien actualmente radica junto con su familia en la comunidad de Quesería, municipio de Cuauhtémoc, Colima. Ella vive en una casa habitación a la que hace poco más de un mes se acaban de mudar. A los costados también viven otras personas migrantes, que, por su semblante, inmediatamente se pueden identificar como originarias de la misma entidad del sur.

Antes de llegar a la puerta de la casa de la señora Angelina, se encuentra un patio extenso en su mayoría de tierra. Muchas plantas adornan el patio, algunos lazos están atados de la pared y de los árboles, sosteniendo la ropa casi seca. Las gallinas corren por el patio, picoteando su comida, y al costado derecho se encuentra un lavadero grande. Doña Angelina es una señora como de unos 60 años, de mediana estatura, robusta, tez morena, ojos café oscuros. Viste falda y blusa coloridas.

—¿De qué comunidad es usted?

—Soy de Santa Catarina, Las Joyas, Guerrero. Me vine de mi pueblo porque tuve problemas con mi esposo, pero mis hijas ya estaban aquí. Me dijeron que me viniera y ya no me fui, argumentó la señora, que por un momento guardó silencio al hablar de su esposo.

—¿Cómo se vive en su pueblo?

—Es un pueblo chiquito, más chiquito que aquí. Hay muy poco trabajo. Y si hay trabajo pagan muy barato. Por ejemplo, aquí entran a las 6 de la mañana y salen a las 12 o las 11 y ya les dan sus 300 o 250 pesos. Por la tarde ya descansan. Y allá no: allá desde las 6 de la mañana hasta las 5 de la tarde ganan 150.

Doña Angelina habla con tono enfático, tratando dejar en claro que en su pueblo les va mal económicamente. Por momentos la tristeza asoma a sus ojos, como recordando aquellos tiempos de hambre.

“Allá no hay quien te diga ‘ey, vente a ayudarme’. Casi no. Dos o tres días a la semana son los que se trabajan. Y tú que puedes hacer con tu familia. Y luego ahorita con todas las cosas que están bien caras, tienes unos cinco hijos y vas a comprar un pollo, fíjate, un pollo cuesta 250, tienes que trabajar casi tres días para comprarlo. Y para tomarse un refresco de unos 3 litros, te alcanza de un vasito, pero no alcanza, es muy poquito”.

La mujer agrega: “Tenemos terrenos, sembramos maíz, frijol, cacahuate, picante, y ya uno va ganando nada más para la coca, (dice riéndose) y para el jabón. Si uno saca muchito maíz, ya se vende un poco y va a comprar cosas. En Guerrero sembramos mucho el frijol, según 100 pesos estaba costando doce litros, como si fuera doce kilos. El jitomate allá está más barato, hay un pueblo que siembra puro jitomate”.

La mujer cuenta que para hacer sus compras viajaban a Chilapa, a comprar cebollas y todo para comer. “Íbamos como de aquí a Tecomán, como unas tres horas en carro, íbamos cada ocho días o cada quince; traíamos muchito para que nos alcanzara. Comprábamos chiles verdes, tomate, chiles secos y completarle con frijoles o quelites del campo, guajes o los retoños, las puntitas nosotros nos las comemos; también ciruelas agrias va a traer. uno para hacer su salsa, ahí se va acomodando uno”.

Habla con mucha resignación doña Angelina, como si no hubiera de otra forma para salir adelante. Ante la escasez de trabajo, menciona otras actividades que realizan para ganarse unos cuantos centavos más.

“Hacemos la cinta de palma —dice—, nos pagaban a cinco pesos el rollo de 20 metros, eso se utiliza para el sombrero y las bolsas. También hacemos los petates. Cuando yo me vine estaba costando a 35 pesos el petate normal, pero ahora cuesta como a 80, ya es algo. Tardábamos dos días en hacer un petate, una sola persona, cuatro semanas para completar una docena, que te pagan en 500 pesos”.

—Es muy poco —le dije, a lo que ella contestó:

“La ventaja es que uno no compra la palma, lo vas a ir a cortar, lo vas a ir a traer, lo vas a secar y de ahí lo vas a arreglar, para hacer la cinta también se corta la palma, se hierve, y ya después se blanquea, y ya con eso uno se la lleva”.

La resignación pareciera que es una actitud, que se lleva bien puesta. Como si alguien les dijera que ese es su destino y que se tienen que acostumbrar para vivirlo, sin quejas y sin reproches.

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Año con año, personas del estado de Guerrero, Veracruz y Oaxaca se trasladan al estado de Colima en busca de un mejor trabajo, ya que, en sus lugares de origen, existe escasez de trabajos con un salario muy por debajo de lo establecido, que no les alcanza para sobrevivir.

El Consejo Nacional de Evaluación de las Políticas Sociales (Coneval) publicó en 2019 que el 66.5% de la población guerrerense vive en situación de pobreza y un 26.8% se encuentra en pobreza extrema. Esta es una de las principales causas por la cual existe este fenómeno de migración en Colima.

Mientras tanto, no existen datos concretos de la cantidad de personas que se alojan en los albergues ya que su estancia temporal de aproximadamente seis meses en el municipio de Cuauhtémoc, en el estado de Colima, no permite tener un registro exacto de la población que año con año llega para el periodo de zafra. 

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—¿Hace cuánto tiempo vive aquí?

—Hace 6 años que no he vuelto a mi pueblo. De los años que he estado aquí, he vivido cuatro en El Cóbano y aquí ya voy para los dos años.

Lo dice con cierta alegría, como dando a entender que aquí se vive mejor.

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La comunidad de “El Cóbano” es aledaña a la cabecera municipal de Cuauhtémoc. Según datos publicados por “Pueblos de América”, en el 2020 se registró que el 66.40% de la población proviene de fuera del estado de Colima. Las personas que habitan el albergue cañero en su mayoría son del estado de Guerrero. 

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—¿Cuando termina la zafra, cómo hacen para sostenerse?

—Cuando no es tiempo de zafra mi marido trabaja en la zarzamora, pero ahorita tiene una semana que no trabaja. Mi hija está trabajando en la zarzamora y los muchachos trabajan abonando la caña, o van a cortar o van a chapear la caña. Mi otro hijo está trabajando en la zarzamora con su esposa. Cada quien busca su trabajo.

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El tiempo de zafra dura aproximadamente seis meses. No hay una fecha exacta de cuando inicia, ya que ésta depende del estado en que se encuentre la caña. En 2020, empezó el 27 de noviembre, culminando el 27 de abril de 2021. En el 2019 empezó el 1 de diciembre, culminando en el mes de junio del 2020. Se tiene registrado que en otros años empezaba a finales de octubre o principios de noviembre. 

Existe una minoría de personas indígenas, que se ha asentado en el municipio, el cual, ante el término de la zafra busca otras fuentes de trabajo para poder solventar sus necesidades. 

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La señora Angelina, junto con su familia, forma parte de las minorías que se han quedado a vivir en la comunidad de Quesería. Ella, con su familia, tiene un año y medio aproximadamente rentando casa. Cabe mencionar que durante la zafra el albergue cañero les proporciona un espacio aproximadamente de 4 a 6 metros cuadrados a cada familia, cubriendo los gastos de luz y de agua. Cuando la zafra termina, a las familias que se quedan el espacio se los continúan prestando, pero el pago de la luz durante este tiempo lo hace cada familia.

La señora Angelina comentó:

“Ahorita que no hay zafra se nos cobra la luz, pero a veces sale muy caro, llega muy caro el recibo. Allá en El Cóbano pagábamos 12000 pesos. Donde yo vivía era una casa, casi como de seis cuartos y otros seis cuartos, como doce cuartos, pero a esa casa le llegaba el recibo de doce mil. Y yo vine para acá, al ingenio, y les pregunté por qué cobraban tanto. Que ellos no sabían, que a lo mejor ocupaba mucho uno la luz, pero pues ni modo que nosotros gastemos tanto. Nosotros lo máximo que tenemos son dos focos, ponle que tres… la licuadora, lo más indispensable para utilizar la luz, pero pues llegaba muy caro. Al de la luz también le pregunté y dijo que porque eran medidores comerciales, que por eso así llegaba. Pero yo digo también que a lo mejor unos llegan a deber. Porque allá donde vivíamos (lo dice refiriéndose a la casa que rentaban anteriormente, a la que habitan ahora), el primer recibo nos llegó de 200, ya el segundo era de 300 y así iba subiendo hasta 1108. De ahí otra vuelta fue bajando, yo les pregunte a los de la luz y ellos me contestaron si no sería algo que estaba agarrando mucha luz. Pero si mis focos son de los ahorrativos, nada más tengo conectado mi refri y ya, le digo, porque mi licuadora casi no la ocupo, porque esa no jala mucha luz”. 

Los empleados de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) le sugirieron que desconecte su refri para que vea. A lo mejor el refri es el que está jalando mucha luz. Pero le digo, si mi refri no está viejo, no tiene tanto que lo compré. Si estuviera viejo pues a lo mejor. Porque algunos dicen que sí jala mucha luz, pero no. Desconecté el refri y aun así me llegaba caro, me llegó de 900 y ya ahorita que nos salimos, en esta casa ya pagamos 250 pesos. Como estábamos muchos, entre todos pagábamos.

—¿Por qué se cambió a esta casa? 

—Me cambié de casa porque me la pidió el dueño, porque la va a recomponer. Por eso me vine con mi esposo a buscar un lugar, y aquí nos quedamos. Aquí vivimos seis personas, yo con mi esposo y mi hija. Mi hijo con su esposa y un hijo.

La señora Angelina tiene una hija de 15 años, que es la menor de la familia. Cuando estaba en la comunidad de El Cóbano, asistía a la secundaría, servicio que prestaba la institución de Conafe. Durante aproximadamente 7 meses asistió y dejó interrumpido porque se cambiaron de comunidad. “No era muy constante para ir a la secundaría, frecuentemente faltaba porque prefería irse a trabajar. En una ocasión argumentó que lo hacía porque quería comprarse unos tenis, que su familia no le podía costear”. Así lo comentó el profesor que durante ese año estuvo en la comunidad. 

Mi hija Yuridia tiene 15 años, ya no siguió estudiando, nos venimos para acá, le quedaban como seis meses para terminar, pero ya no pudo ir, le quedaba algo lejos y luego ya ve las cosas que suceden, comentó la señora Angelina.

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La mayoría de los niños que estudian a nivel primaria, prefieren el trabajo. Pareciera que la misma suerte de los padres, los hijos están destinados a vivirla. Los grandes sueños, están muy por debajo de lo esperado. Tania Covarrubias, egresada del Centro de las Artes SLP, desde hace algunos años se ha dedicado a trabajar con niños migrantes en los albergues. Ella tiene la intención que dejen de trabajar. En una entrevista con Estación Pacífico en 2019 dijo que en los albergues cañeros se topaba mucho con el proyecto de cortar la caña más rápido que su papá, irse a Estados Unidos. “En Tecomán nos encontramos con un ‘ser sicario’ y una niña ‘irse con su vecino de al lado’. La misma historia se vuelve a repetir, generación tras generación, las niñas y niños no tienen otro panorama de la vida, por lo cual sólo aspiran a vivir las mismas realidades que ven en sus casas.

La educación no es prioridad para ellos, sobre todo para las mujeres indígenas. Un estudio realizado por Guillermina Chávez en el 2020 arrojó que la escolaridad de las mujeres migrantes encuestadas evidencia que el 27% reportó: ninguna escolaridad, seguido de primaria inconclusa con 26%, mientras que el 23% tiene primaria terminada. 

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—¿Le gusta vivir en esta comunidad?

—Sí me gusta vivir aquí porque esta bonito, ya nos gustó. Pero no queremos ir a la galera porque allá hay mucha pelea. Las otras señoras que vienen se están peleando los lavaderos, los baños que no los quieren lavar, salimos peleadas.

Por la gran cantidad de personas que habitan los albergues cañeros, éstos cuentan con espacios comunitarios, como lavaderos y baños. A pesar de que se trata de que haya una organización al interior, muchas de las personas, sobre todo mujeres, se quejan porque algunas hacen caso omiso y no asisten a limpiarlos cuando les toca, lo que genera unas condiciones insalubres para su uso.

La señora Angelina continúa hablando con mucho disgusto.

“Siempre se pelean el agua, nadie quiere lavar los baños, tiran cosas y si les dices que no lo hagan, pues no hacen caso. Los que tienen retehartos niños no los cuidan. Ahora les dicen vas a barrer y no quieren barrer.

“Comúnmente se turnan para lavar los baños, pero no quieren. Mis hijos no iban, mejor se iban al campo porque olía muy feo, ni les echaban agua. No hubiera agua, pero ahí hay agua, les digo, para que le pongan, pero tienen flojera de agarrar una cubeta y echarle agua. Están bien feos, más el de los hombres, yo iba y los lavaba porque iban mis hijos, pero luego uno salía peleado.

“Pero ya después conseguí mi toma de agua solita, me hicieron mi toma para allá en la esquinita, donde está el baño de la escuela, así a un lado. Ahí puse una toma de agua y ahora ahí se le quedó a mi hija. Pusimos un lavadero de piedra para ya no estar peleando allá en los lavaderos. Nosotros le ayudábamos a don Cuco con el agua, porque a veces se tapaba la manguera y él nos ayudó a poner una toma de agua. Compramos la manguera y un bote conseguimos. Porque a veces los lavaderos los llenan de trastes y para estarte esperando, y ellas lavan hasta cuando quieren y si vas y si se los quitas, se enojan, entonces mejor así lo hicimos, para la hora en que ellos quieran lavar. Luego rentamos casa, porque para estar peleando mejor no, así yo tengo mi baño”.

Por un momento nuestra plática se desvió y empezamos a hablar de la situación de pandemia que estamos viviendo en la comunidad de Quesería. Tanto ella como yo mencionamos el alto índice de contagios en los últimos días y la cantidad de muertos por esta enfermedad. Ella comentó que a su esposo le dio Covid-19 y en su trabajo lo descansaron 15 días. Aunque ni a ella ni a su familia les hicieron estudios, ella cree que también estuvo contagiada por los síntomas que presentó. Luego recordó la situación de enfermedad cuando vivió en El Cóbano. Por lo cual continuó hablando:

“Cuando llegamos a la comunidad de El Cóbano, empezamos con vómito y diarrea. Era el agua a lo mejor. Don Cuco nos llenaba un tinaco Rotoplas y nos decía ‘ésta es agua potable para tomar, la demás es para lavar’. Y no, lo echaba todo revuelto, era agua del río, por lo que mejor empezamos a comprar agua. Casi todos los de la galera estaban enfermos”. 

Llegó una de sus hijas junto con una pequeña niña, que al parecer era su hija. Llegó, saludo cordialmente y se sentó en una de las piedras que trataban de forman una división a la entrada de la casa. La pequeña niña de unos 4 años aproximadamente, vestía unas sandalias, traía el pelo un poco desalineado y sus manitas las tenía cafés, como si hubiera estado jugando con la tierra, la niña estaba junto a su mamá como tratando de refugiarse en ella.

La señora Angelina continúo hablando.

“Una vez dijo mi hijo ‘esta agua huele como a jabón, de donde lo llenaste’. No pues ahí pasé a traer, le dije. Y ya mejor empezamos a comprar. Las demás personas así siguieron tomando. Pero fueron unos doctores, ya ve que el volcán estaba seguido aventando ceniza, que a lo mejor era eso de la ceniza que caía en el agua, lo que nos hacía daño, muchos llegaron a ir al hospital.

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Además de ser migrantes, las personas indígenas que se alojan en los albergues de El Trapiche, El Cóbano, Cuauhtémoc y Quesería, viven situaciones infrahumanas. La pobreza en la viven los hace un sector vulnerable, por malos hábitos alimenticios, mala higiene (personal, del espacio que habitan y comunitario), poca conciencia del cuidado, sumándole que la calidad del agua potable no es buena, por lo menos en la comunidad de El Cóbano, que es donde la señora Angelina vivió algún tiempo. 

Así como la familia de esta señora, existen otras tantas familias que han decidido dejar los albergues por estas situaciones y establecerse en la comunidad, rentando casa. Esto habla de las condiciones deplorables en las que cada albergue se encuentra, y de la poca organización que existe al interior de las mismas. 

El ingenio de Quesería cuenta con una asociación que busca acompañar a dichas familias, y aunque actualmente existe una trabajadora social que acude a cada una de las comunidades, es insuficiente para atender las necesidades con las que cada albergue sufre.

 

* La autora de este texto es estudiante de licenciatura en la Escuela de Trabajo Social “Vasco de Quiroga”, del municipio de Comala, Colima.